A sus veintiún años, el mayor postor cursaba su tercer año en ingeniería, debido a que su carrera como beisbolista funcionó hasta entrado los dieciocho y luego de un año sabático a los diecinueve entró a estudiar en una de las mejores universidades, era el mejor de su clase y ese era un motivo por el cual seguir adelante.
Se destacaba, podía darse cuenta.
Su vida después de ella se volvió monótona y automática, triste y simple. Así lo catalogaban sus allegados, perdió la hermosa sonrisa que lucía y sus ojos se apagaron.
A sus veintiún años había tenido crisis, ya fueran de estrés o de ansiedad, había sufrido lesiones debido a su deporte favorito y también había sufrido pérdidas familiares y el abandono de su primer amor.
De su princesa de ojos marrones.
Todo lo veía como si fuese la grandísima mierda, como si no tuviera salida de lo que él consideraba miseria.
Y luego apareció la chica de la lluvia y los relámpagos, quién también resultó ser fan de la noche y de las estrellas fugaces y como anillo al dedo, le cayó su compañía.
Y es que ella tampoco estaba muy completa que se dijera. Ella también estaba rota.
Y como dicen, entre dos rotos, empiezan a complementarse y a unirse.
Y así fue, como tres meses después de aquella ventisca,
Y de volverla a ver, Christian —Nuestro admirador lunático— le propuso avanzar juntos a Andree (Andrea en francés). Ahí fue, en el mismo mirador, donde juntos se tomaron de la mano y mirando al abismo, prometieron complementarse y repararse.
Ahí fue donde por primera vez en tres años, él se sintió un poco menos incompleto e imploraba a su amante —la luna— poderse sentir completo en lo que le restaba de tiempo.
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Editado: 21.12.2018