El mejor enemigo

VENDER SU ALMA

 

A la mañana siguiente y negándose a quedarse encerrada en su habitación, Elea se levantó a muy temprana hora y bajó a desayunar con el resto de sus familias ya que no los había visto cuando llegó. Se esmeró en su maquillaje más de lo habitual para borrar las horribles ojeras que lucía tras haber sido incapaz de pegar ojo y pasarse dando vueltas en la cama toda la noche. No permitiría que nadie viera lo afligida que se hallaba y mucho menos el causante de su estado de ánimo, sino que pintaría una sonrisa y andaría con ella todo el día sin que nada la afectara. Y con ese pensamiento optimista en mente, abandonó el dormitorio vistiendo vaqueros oscuros, una camiseta gris holgada y sus deportivas a juego con una chaqueta de cuero sintético, negra.

Conforme descendía por la escalera, apreció la luminosa y colorida decoración navideña de la casa, cayendo en la cuenta que todo a su alrededor tenía el nombre de Leisa. Su hermana se había esmerado bastante en poner primoroso el hogar de los Edevane.

Llegó al final de la escalera y las voces provenientes del comedor indicaron que ya todos estaban reunidos y ella llegaba tarde al desayuno. Tomó una honda bocana de aire y guio sus pasos con toda la seguridad que no sentía en absoluto en esos momentos, hacia la estancia de la cual el delicioso olor a pan recién horneado salía y envolvía todo a su alrededor en su fragante y delicado abrazo. Una vez que llegó a la amplia habitación, diez pares de ojos se posaron en su figura y silenciaron sus conversaciones, pero su atención únicamente se posó en los intensos ojos azules que la contemplaban a la cabeza de la larga mesa.

—Buenos días. —Sonrió Elea, atravesando el corto tramo que separaba el umbral.

Al instante todos murmuraron un “buenos días” como respuesta y los cuatro hombres se pusieron de pie como los perfectos caballeros que eran.

—Anoche no te vimos y no pasaste a saludarnos —comentó su madre con tono de reproche, lanzándole una larga mirada—. ¿Te encuentras bien?

Elea se encogió de hombros, sentándose junto a Rufus.

—Tenía migraña —mintió, alcanzo un bollo caliente—. Lo siento.

—Que detestable es ese maldito dolor —se quejó Mary Louise, chasqueando la lengua—. Yo las padecí muy joven, pero por fortuna pasaron, ¿lo recuerdas, Laura?

—Mi pobre hermana —suspiró la mujer de cortísimos cabellos negros estilo chico— por fortuna estas pasaron al final.

—¿Al final de qué? —preguntó Leisa, bebiendo de su infusión de manzanilla.

—De mi embarazo —confesó Mary Louise, lanzándole una cariñosa mirada a su hijo—. Harrison todavía no nacía y ya me daba dolores de cabeza.

Casi todos en la mesa soltaron divertidas risas, a excepción de Harrison y Elea que se miraron en total silencio. Por alguna extraña razón, a ninguno de los dos les apetecía hablar del tema, así que se limitaron a ignoran las conversaciones entorno a ellos.

—Sí, lo mismo que mi Thomas —asintió Laura, llena de felicidad—, por cierto, se disculpa con la familia por no estar presente porque ya tenía planes con su chica.

—¡Que felicidad por el primo Thomas! —chilló Sahara, dando un aplauso—. Es posible que pronto tengamos una boda en la familia Edevane. Yo amo las bodas y hace siglos que no asisto a ninguna.

—Por cierto, Harriet, ¿qué hay de tus hijos? —preguntó llena de curiosidad la hermana de señora de la casa—. ¿Está alguno próximo a contraer matrimonio?

Harriet lanzó un largo suspiro, echándoles un vistazo a sus tres retoños en quienes una vez puso toda su esperanza y se había arrepentido con su fe ciega.

—No pierdo la ilusión, Laura —admitió—, pero eso sí, convertirme tan pronto en abuela me sacaría de mis casillas. Todavía soy joven.

Las reacciones de sus hijos fueron tan opuestas entre sí que nadie se sorprendió ya que mientras Rufus se destornillaba en risa, Leisa sonreía soñadora y le lanzaba miradas furtivas a Harrison quien ignoró por completo la charla en la mesa, y Elea prefirió mantener su atención puesta en su plato y apretar los puños por debajo de la mesa, consiente de la charla que habían mantenido ella y Harrison hacía unos días. Estuvo tentada a abrir la boca y revelarle a quienes no sabían nada de ella que tal vez si quisiera tener hijos, que deseaba encontrar al hombre ideal para que fuera el padre que deseaba que sus futuros retoños tuvieran, sin embargo, se abstuvo de ponerse pesada y guardó silencio todo el rato que duró el desayuno.

~*~*~*~

Tras el almuerzo, Mary Louise insistió en llevar a sus invitados a dar una vuelta por los cultivos de ciruelos, cuyas ramas secas y cubiertas de escarcha tras las nevadas recién caídas, los suelos con sus salpicaduras de nieve y la espesa neblina blanca, ofrecían un precioso paisaje utópico. El día lucía radiante sin ni una nube en el firmamento y a la mujer le parecía conveniente acarrearlos a que conocieran el orgulloso patrimonio de su familia.

Y con renuencia, Harrison aceptó. Pidió que estuvieran listos a medio día ya que él tenía que ocuparse de un par de asuntos y ese era el momento del día en que estaría desocupado, así que, sin más dilación, Harriet y sus retoños, en compañía de su marido, subieron a ponerse ropa adecuada para una caminata por las extensas huertas y los largos caminos. Marvin no los acompañaría y Harriet en compañía de su hermana Laura decidieron quedarse con el hombre y mantenerlo ocupado mostrándole los álbumes familiares y bebiendo infusiones calientes.




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