La primera vez que vi a Juana, mi esposa, no sabía que decir.
Como todas las familias nobles, era obligatorio casarse con la persona que tus padres o abuelos te indicaban y mi caso, no fue la excepción. Tenía solo quince años cuando me la presentaron, de complexión delgada y cabellos negros, parecía ser una chica más del montón, una mujer que no resaltaba físicamente en nada.
No era muy bella, pero tampoco fea, su mirada tímida y nerviosa era natural para cualquier niña de catorce años de edad. Fue un momento para nada romántico, total, jamás creí en tonterías como el amor a primera vista y el romance perfecto, para mí, aquellos conceptos eran meras fantasías, historias que rara vez sucedían en el mundo real y cuyos casos fueron idealizados por los poetas y los bardos.
Yo no le gustaba.
Y ella tampoco me gustaba a mí.
Lo nuestro fue solo un mero compromiso que debíamos cumplir por nuestras dos familias.
Formalidades aburridas y absurdas, al menos, eso pensaba el “Sir Fred” de aquellos días, cuando no tenía nociones ni estrategias de los juegos de poder.
Nuestra boda fue sencilla, se avecinaban tiempos de guerra y por ende, no pudimos gastar en lujos y banquetes. Ella no me miró a los ojos durante la ceremonia, yo tampoco lo hice, total, estaba más preocupado por mis combates y las justas, que por conocer a esa chiquilla de mirada triste.
Poco después, partí para la guerra junto a otros caballeros jóvenes.
Y así transcurrieron 6 años, en ese lapso nació mi primer hijo y me alcé como el señor del Castillo Marea. Sin embargo, mi esposa seguía siendo una total desconocida, ella me recibía con una fría cortesía y dentro de mis murallas, jamás me sentí como en casa, ansiaba salir a los campos para cabalgar y entrenar mis habilidades marciales. El matrimonio era solo una ceremonia, un ritual político para asegurar nuestra influencia en la zona, ¿por qué debería sentir amor?, nunca entendí aquel sentimiento cuando era joven.
Todo giraba en torno a los combates y la guerra.
¿Para qué necesitaba un caballero el romance?
Juana tampoco cambió su actitud, ella me recibía con un “buenos días” y se iba a dormir diciendo “buenas noches”, jamás hablamos durante nuestros primeros años de cohabitación.
Y por un momento, pensé que sería así el resto de nuestras vidas.
No me molestó en lo absoluto.
Tenía otras cosas por atender y la verdad, el hecho de acostarme con otras mujeres o ser infiel tampoco me llamaba la atención, simplemente no ansiaba conocer el romance, para mí, era como un hecho aparte, una fantasía inexistente que alimentaba de valor a ciertos caballeros.
Pero no a mí.
Y entonces, en la primavera de mis veintiséis años, decidí hacerle una pregunta.
—¿Qué te gusta hacer? —cuestioné con curiosidad.
—Me gusta bordar bufandas y salir a caminar por las tardes, ¿quieres venir?
Aquella fue la primera vez que hablamos de algo no relacionado al matrimonio.
Descubrí que a Juana le gustaban las caminatas, el viento de otoño y las manzanas rojas, no hablaba mucho, pero sí decía lo suficiente para mantenerme interesado. Como en esos años no había guerras que tratar tenía más tiempo libre, por lo tanto, no vi nada de malo en pasar algo de tiempo con mi esposa.
La mujer que en teoría, estaría conmigo hasta el final de sus días, o los míos.
Yo también le hablé de mí, le dije la razón por la cual no blandía a Juicio Final y porqué elegí empuñar a Rayo en su lugar. Pero no solo eso, le comenté también que me gustaban los perros, los niños pequeños, la caza y los jubones suaves.
Poco a poco, las conversaciones frías se tornaron cálidas, la mujer desconocida que vivía bajo mis murallas empezó a ser más importante para mí.
Hasta que cierto día, en una dulce tarde de verano, Juana y yo salimos a pasear en los jardines traseros del castillo. El pequeño Pedrito se quedó jugando con su hermano pequeño y amigos de la infancia, lo que nos dejó a su madre y a mí la tarde libres para perder el tiempo.
— ¿No habrán guerras nuevas, verdad? —preguntó Juana, con un semblante oscuro y algo deprimente.
—No lo creo, los reyes necesitan algo de tiempo para recuperarse, la guerra es un asunto caro y no muy agradable para la moral de un reino.
— ¿Por qué hay tanta violencia?, ¿por qué no podemos arreglar nuestras diferencias hablando? —A Juana no le gustaban las guerras, siempre fue una persona pacifista, cuya mentalidad le hizo popular entre la población civil. En un inicio, creí que esa parte de ella era solo debilidad, pero luego de haber vivido dos guerras, entendí por qué las odiaba tanto.
—Los reyes crean las guerras, pero no las combaten ellos, supongo que es el orden natural de las cosas —respondí.
—Y tú siempre acudes al llamado, esposo mío, ¿no tienes miedo? —Juana me tomó de las manos y en seguida, las apretó con algo de fuerza —. No sé cómo puedes ir y venir tan tranquilo, la guerra es un sitio horrible, no me gustaría verme envuelta en esas cosas…
Editado: 16.03.2020