3 meses antes
—¿Sí?
—¿Mamá?
—¡Ah! Perdona, hija, no he mirado ni quién era. Estoy aquí un poco traspuesta en el sillón.
—¡He aprobado! Y con nota. He conseguido las prácticas en la clínica de la doctora Andrea Soler.
—¿Sí? ¡Roberto, Roberto! ¡Es Sandra! ¡Que ha aprobado y que va a hacer las prácticas en la clínica esa famosa que ella quería!
Era un sábado de mediados de junio, sobre las cuatro de la tarde, el calor y el agradable proceso de la digestión mantenían a los padres de Sandra adormilados en el sillón. Habían sido cinco años duros de estudio para ella. Desde muy pequeña demostró un amor incondicional por los animales, sentimiento que heredó de sus padres, sobre todo de su madre, Mercedes, a la que siempre le manifestó su deseo de ser veterinaria. Y lo había conseguido. Había construido la escalera por la que tendría que subir peldaño a peldaño hasta alcanzar su meta. No quería ser una veterinaria cualquiera, quería ser la mejor veterinaria y, gracias a su esfuerzo, aprendería de la mejor, la doctora Andrea Soler Molina. Al menos así de bien sonaba en su cabeza.
—¡Estoy que no me lo creo, papá!
—¡Qué alegría, hija! —exclamó Roberto.
—¿Dónde está mi hermana?
—Durmiendo, ya sabes que Alicia no perdona una siesta. Además, anoche se acostó tarde.
—Bueno, cuando se despierte le dices que me llame.
Sandra vivía sola desde hacía un año en el piso de su abuela Victoria (la madre de Mercedes). Desde que falleció esta, la familia intentó en varias ocasiones arreglar los papeles para venderlo, sin éxito. Unos problemas con la firma de la herencia hicieron que el piso quedara ligado a la hipoteca de los padres de Sandra. Es decir, que, hasta que sus padres no terminaran de pagar la hipoteca, no quedaría libre de cargas para poder venderlo, puesto que estaba en calidad de aval al 50 %. «Maniobras de los bancos para engañar a la gente», se lamentaba Roberto en no pocas ocasiones.
Fueron Sandra y Alicia las que hablaron con sus padres para que convencieran a sus tíos de alquilársela a ellas por un precio simbólico mientras intentaban arreglar la situación de la hipoteca. Así el piso no quedaba deshabitado y ellas conseguirían independizarse de sus padres (relativamente, porque el piso estaba cerca). Además de dejarles a ellos más intimidad. Ese fue el discurso que las dos hermanas planearon para hacerse con un piso de solteras y hacer lo que les diera la gana. Y el caso es que coló, pero la convivencia duró un par de meses.
El teléfono de Sandra comenzó a vibrar en la cocina, eran las siete de la tarde del sábado.
—¡Hermana, has aprobado!
La voz de Alicia sonaba entre jovial y ronca, era obvio que se acababa de despertar de una larga siesta.
—Sí, ¡por fin! —exclamó Sandra.
—Bueno, esto habrá que celebrarlo, ¿no? Esta noche nos vamos de fiesta.
—No, no, que tengo que prepararme para las prácticas. ¿Tú no te cansas de tanta fiesta?
—Mmm… Haré como que no he oído eso. Pero ¿cuándo empiezas?
—En dos semanas.
—¡Madre mía! —exclamó Alicia—. ¿Cuánto tiempo necesitas para prepararte? Tú siempre igual de perfecta, relájate un poco, siesa.
Eran como la noche y el día. Si no fuera por su enorme parecido físico, cualquiera dudaría de su parentesco. Sandra la perfecta, maniática, responsable, tímida, repipi, algo miedosa y con poca capacidad de enfadarse. Alicia la despistada, extrovertida, bromista, alocada y con muy mal genio. De pequeñas eran como pólvora y fuego. No podían estar juntas, pero tampoco separadas. Se complementaban la una a la otra, aunque un roce continuado en el tiempo hacía saltar las chispas. Y eso fue precisamente lo que pasó cuando se fueron a vivir juntas. Al principio todo era novedoso y excitante, pero pronto las manías de Sandra chocaron frontalmente con la despreocupación de Alicia y, claro, empezaron las discusiones. «Siempre lo dejas todo tirado», «hoy te tocaba limpiar a ti», «no has recogido la mesa», repetía Sandra continuamente mientras Alicia intentaba defenderse como podía de las charlas de su hermana.
Sandra siempre había ejercido su papel de hermana mayor a la perfección. Desde muy pequeña se dedicaba a ayudar a Alicia en todo: le prestaba sus juguetes, la ayudaba a andar, le enseñaba palabras… Incluso después, cuando ya tenían ocho y diez años, Sandra la ayudaba con sus deberes. Sin embargo, esto pareció romper todos los esquemas a Alicia, que, al ver que su hermana era tan buena, adoptó el papel que quedaba libre, el de mala, y, siempre que la ocasión lo permitía, procuraba hacerle la vida imposible. Además, físicamente siempre fue más fuerte, así que Sandra siempre terminaba llorando.
Ahora, con veintitrés Sandra y veintiuno Alicia, las cosas eran diferentes en los aspectos más evidentes, pero en el fondo todo era más o menos igual que siempre. Sandra la responsable, Alicia la desastre.
—Tengo que repasar toda la teoría desde el principio, además de organizarme todas mis cosas para los nuevos horarios que voy a tener —replicó Sandra.
—Bueno, tú y tus locuras. Escucha, te vas a tirar todo el verano metida en esa clínica, además, tienes dos semanas por delante para prepararte. ¿Por qué no te vienes con nosotras el fin de semana a la playa? ¿Recuerdas el viaje a Jávea que te comenté?
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Editado: 12.12.2021