El muchacho de la balsa

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   Cuando lo vi por primera vez se cumplía una semana de haber llegado al pueblo. Se Había decidido que terminaría el año escolar allí. Mi madre me había prometido que nos iríamos de allí apenas sus trámites de herencia hubieran terminado. Yo había estado soportando las miradas y algún otro comentario despectivo en pétreo silencio. Pero, aprovechando una salida temprana por la ausencia de un profesor, mis pasos me llevaron directo al río.

  Hice el camino que había deseado hacer desde el primer día. Aquel Río tranquilo y plateado con un manto verde escarlata, frondoso, a lo largo de la costa del frente era un recuerdo, el único recuerdo agradable que me había quedado de niño de aquel pueblo pequeño y frío.

  Apenas me dejé caer sobre las toscas del borde, y respiré profundo, mi cuerpo apareció relajarse. Después de todo había valido la pena haberme desviado del camino a casa. La vista era tan maravillosa como la recordaba. Una sonrisa tímida que esbocé inconscientemente me hizo olvidar por un instante a todos y a todo: todos los insultos y  toda la gente que hablaba mis espaldas.

  Un hermoso paisaje de cuentos se abría frente a mi. Aún con la timidez que siempre llevo a cuestas me animé a seguir mirando. Veía otra sonrisa a lo lejos como si fuera un reflejo de mi propia sonrisa. No quería dejar de mirarlo porque lo creí al principio una alucinación.

   Porque no podía ser cierto que el joven más hermoso que yo había visto en mi vida me estuviera sonriendo con una inexplicable dulzura desde una balsa que flotaba en el medio de aquel caudaloso río que se abría frente a mí.

  Y entonces, entre un manto de neblina, el muchacho de la balsa se acercó a mí...

 




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