Mi madre me llama
a desayunar
pan con mermelada
y un plato de cereal.
Ahora observo su rostro con mucha atención,
recorriendo todas, y cada una,
de sus líneas de expresión,
y puedo notar lo hermosamente
avejentado que se encuentra,
y me arrepiento por nunca antes
haberme dado cuenta.
Muchas veces la ignoro
fijándome en mi rutina,
olvidándome de ella,
centrándome en mi vida.
¡Pero que mal que he hecho!
Nunca debo abandonarla
ni dejarla tirada.
Esa mujer siempre estuvo conmigo,
no se le pasó por la cabeza dejarme.
Cuando tenía hambre
gastaba lo poco que le quedaba
para alimentar-me.
Yo quería compartirle,
pero ella se negaba,
diciéndome que no tenía hambre,
mintiéndome mientras
sufría el desasosiego
en el fondo de su alma.
Mi madre, ¡oh!, perdonadme bella dama,
nadie merece que lo desprecien.
La vida te ha dado muchos golpes,
pero ella no sabía que tú eres una guerrera.
Una leona con todas las letras,
defendiendo siempre a tus cachorros.
¿Eran dignos estos de tu cariño?
Nunca te importó, tu amor ha sido más grande.
El grandioso amor de una madre.
Los años pasaron y te volviste más linda,
más sabia, más viva, más amorosa, más paciente.
Encuentro mi felicidad en tu sonrisa.
Moriría el día en que no pudiera
escuchar tu contagiosa risa
o tus bromas llenas de picardías.
Envuelta en tus brazos encuentro mi refugio,
allí me siento como hecha de porcelana,
temiendo que si me sueltas algún día
pueda romperme en mil lágrimas.
Tu eres mi preciado tesoro,
no podría cambiarte por nada;
porque créeme cuando te digo, mi amada,
que si me ofrecieran lingotes de oro
a cambio de tan preciada joya,
querida no lo dudaría ni un segundo,
te volvería a elegir por el resto de mis horas.
Ocupaste ambos roles
cuando solo te pertenecía uno,
pero nunca te rendiste.
Me sostienes hasta el día de hoy.
No lo lograrán, eso decían algunos.
¿Qué pueden decir ahora?
Madre e hija hicieron más
de lo que todos creyeron.
No me alcanzará la vida
para agradecerte,
por aguantarme todo este tiempo
y amarme infinitamente.