En la noche de un martes
me puse yo a pensar
si algo faltaba en mi vida
que me hacía preguntar
qué es lo que está bien
y qué es lo que está mal.
Algo evidente era
que muchas cosas estaban rotas.
En este mundo yacía el caos;
todos arruinados
por las decisiones que habían tomado,
por su naturaleza maligna,
vacíos de corazón,
de alma
y de vida;
pensando solo en ellos
y en su bien personal,
sin siquiera querer ayudar
a alguien que estaba mal,
al borde de la muerte
en el abismo de la soledad.
Porque todos llegamos al mundo
con un corazón impuro.
Nuestra naturaleza no la pedimos,
pero es que así vinimos a este lugar.
Lo pecaminoso no nos quiso
nunca dejar avanzar.
Nuestra misma mente
nos mostraba cosas indecentes.
El enojo reinaba ante las emociones,
la envidia,
el querer tener lo que el otro posee,
que todo venga de arriba
le cueste a quien le cueste.
La lujuria era algo muy famoso
porque es el primer paso
para acabar en el poso.
Más a nadie le importaba
ver a un niño sin hogar,
era todo tan oscuro
que ya todo daba igual.
Todos querían siempre ver el cielo,
todo santo, todo hermoso,
ignorando el mal
que en el mundo iba gobernando
porque al ver a sus costados
veían todo destrozado.
Teníamos la cabeza
llena de cosas feas
por que el mundo dejó su huella
en cada paso que dimos,
no importaba si éramos chicos.
Nos habían lastimado
de todas las maneras posibles.
El mundo mancha,
ensucia,
pisa como un elefante,
muerde como un león,
corre como un tigre,
envenena como una serpiente,
como una araña
o una rana llena de baba;
golpea como un toro,
pica como una avispa
y destroza como un tiburón,
como una piraña,
nos saca varios pedazos del alma.
Porque sí, vinimos vacíos,
pero en el proceso aprendimos,
nos llenamos, ya sea con algo bueno
o con algo malo,
tropezamos,
derramamos hasta la última gota de lágrima
que había en nuestro ser.
Ya nada se podía arreglar en este lugar,
faltaba algo que tenía que llegar
a salvar a este universo del mal.