Doy un paso al frente con la cabeza gacha,
ambos sabemos que me he equivocado.
Por erróneas decisiones que trajeron consecuencias,
hoy me encuentro avergonzada ante tu divina presencia.
El altar comienza a llenarse y aún así hay espacio para mí.
Cierro los ojos y me dejo envolver por tu amor.
Ese famoso amor incondicional del que tanto hablan,
pero que pocos conocen de verdad en realidad.
Son tus lazos de amor los que me rodean,
enrollándose a mi corazón como lo hacen
los brazos de un padre a su hijo recién nacido,
quienes ya se conocían desde antes del primer contacto;
es ese encuentro tan único e íntimo
el que me hace sentir tu abrazo perpetuo.
Es un abrazo especial y diferente,
que se siente en el alma y en los huesos,
que conmueve aún a los que nunca lloran,
que deleita aún a los que nunca desean.
Aquel que quebranta a los de cimientos de piedra,
que levanta la fe de los que no creían.
Que nos llena de fuerza y valentía,
que une los pedazos que estaban rotos.
Es ese abrazo que llena los vacíos,
que calma la tempestad que nos persigue,
que tranquiliza las mentes alborotadas
que trae paz a nuestros líos,
y acuna nuestro indefenso corazón.
Nos da seguridad y consuelo.
Seca nuestras lágrimas y se regocija en nuestra alegría.
Es ese abrazo el que nos permite sentir como la primera vez,
que nos levanta el autoestima y nos llena de valor.
Es el Padre que te ve llegando a casa sano y salvo,
y corre desesperadamente a tu encuentro.
Es el que te ve sufrir y sufre con vos.
Es el que te ve llorar y llora con vos.
Es el que te ve feliz y es feliz con vos.
Son esos brazos que nos sostienen,
cuando atravesamos el peor momento,
cuando estamos a punto de caer al abismo,
cuando vamos a tomar malas decisiones,
o cuando no sabemos o entendemos qué nos pasa.
Es el amor incondicional que ama sin razón ni límites,
es el amor perenne que es continuo y no se interrumpe,
es el amor eterno que no puede medirse por el tiempo,
es el amor sempiterno que es por y para siempre.
No tiene principio ni final.
Así es nuestro Papá, Dios.