Blake
El temporal de invierno comenzaba a quedar atrás. La nieve había despejado las calles por completo y las puertas de los establos se abrieron para que los animales salieran a pastar. En el mercado se había restablecido la rutina con normalidad y comenzaban a llegar los primeros viajeros provenientes de los demás poblados, puesto que la ruta de los mercaderes volvía a estar en condiciones de ser transitada.
Era demasiado tarde para hacer que Pol cambiara de parecer. Cada día se sumaba una nueva evidencia, que le daba mayor credibilidad a la teoría de que Brent y Shirley Alfarin se encontraban vivos en algún lugar recóndito de la tierra. Cada noche, las lámparas del establo se encendían con sigilo, y los libros se apilaban sobre la enorme mesa de roble.
Pol lograba escapar de su vivienda con ingenio, a pesar de que su abuela había exagerado sus cuidados habituales después de que su nieto contrajera aquella enfermedad terrible. Pol era el único nieto de Ana Alfarin. Y Pol Alfarin no tenía otra familia más que su abuela. El hecho de ver a su nieto quedar huérfano a una edad tan temprana fue motivo suficiente para que Ana lo sobreprotegiera.
De modo que dedicamos semanas enteras a investigar las pocas leyendas que habíamos logrado recopilar sobre la barrera de neblina que ponía fin a nuestra región. La mayoría de los libros extraños provenían del armario de mi padre. Se hallaban en sitio secreto que descubrí después de hurgar en busca de un retrato de mi abuelo. Hacía tiempo que deseaba tomar dominio de aquella pintura. Siempre me había impresionado el gran parecido que tenía con mi abuelo paterno, Halvard Hermanssen.
Durante una de aquellas noches me dormí sobre el dorso de un libro de páginas ennegrecidas. El sueño que tuve fue tan vívido y emocionante, que me hizo recuperar la confianza que me habían arrebatado los Bravíos. Montaba un celestial corcel blanco, de rasgos rudos y hermosos. Cabalgábamos a toda prisa, y por detrás nos seguía un batallón de sujetos que también cabalgaban, con la valentía impregnada en sus rostros.
A pesar de tratarse de algo ficticio, la seguridad que les trasmitía a los guerreros fue tan real que en ese momento me desperté, sintiendo el calor expandirse por todo mi cuerpo. Nunca había considerado la idea de formar mi propia compañía. Me entusiasmaba la idea de trasmitir todos los conocimientos que había adquirido en el arte del combate, pero más me emocionaba el hecho de pertenecer, por primera vez en la vida, a una causa noble. Compañía Caballo Blanco, susurré tiempo después, cuando la claridad evaporó lo poco que quedaba de mi cansancio.
Pol dormitaba en el sillón junto al fuego. El joven despertó al poco tiempo y se marchó a su habitación rogando que su abuela no hubiese despertado. Por mi parte me abrigué para acompañar a mi padre al muelle Ruther, pero antes de tomar los elementos de pesca me envainé a la cintura mi espada predilecta. Mi intención era entregarle el arma a Madox Traculentus para que la restaure por completo. El corpulento hombre era el único herrero en toda Esgolia. Hacía varios siglos que los Traculentus se oficiaban en dicho arte; se dice que son una de las familias más antiguas de nuestra raza.
Mientras pensaba en como resaltaría cada detalle de la espada después de la restauración, recorrí la mitad del trayecto hacia el muelle Ruther sin ser verdaderamente consciente de la distancia que llevaba andando. A medida que me iba acercando a destino, comencé a saborear la brisa salada, al mismo tiempo que el azul predominaba en el horizonte, como si fuera el último color vivo sobre la tierra. El paisaje que tenía frente a mis narices, esa perfecta sintonía entre el cielo y el mar, siempre lograba hechizarme cuando me encontraba desprevenido.
Las parcelas prolijamente embellecidas gracias a la colorida vegetación silvestre sumaron otro tanto. Las épocas cálidas se celebraban con pompa, y la vista debía esforzarse doblemente para apreciar cada pequeño detalle circundante: las distintas tonalidades de verde que cubrían la tierra; los rebaños que merodeaban siguiendo un camino de memoria hacia los matorrales; y los canteros de las cabañas que habían sido arreglados con admirable esmero.
Todo a mí alrededor resultaba gratificante, hasta que de pronto, una figura que se aventuraba solitaria hacia el bosque logró despojarme de mi escenario placentero. Ya sea compartiendo el aire dentro de la misma habitación, o siendo apenas perceptible como en aquel momento —que fue una suerte que llegase a distinguirlo—, Luke Becher siempre lograba importunarme. Se había convertido en una especie de mancha molesta en mi visión, que osaba contaminar todo sitio al que mirase.
Me dominó la incertidumbre. Seguí a Luke Becher con la vista hasta que su silueta desapareció por el camino viejo, que se había convertido en un tramo en desuso desde que la ruta de los mercaderes había sido trazada. La curiosidad, o el impulso provocado por un raro presentimiento —o quizás ambas cosas—, me hicieron correr a toda velocidad sin siquiera darme tiempo a volver a pensarlo. Aferré la mano a la empuñadura por instinto, y me introduje por los restos que quedaban de un camino que en las épocas de antaño había servido como única vía de comunicación entre Poblado Nogal y Esgolia.
Los yuyales sobrepasaban la altura de mi cabeza, dificultando toda visibilidad hacia los alrededores. En más de una ocasión tuve que cambiar el rumbo debido a que las marcas del camino prácticamente habían desaparecido. Procuré cuidar cada pisada y afinar el oído todo lo posible para seguir el rastro de Luke, que avanzaba por aquel camino con la seguridad de quien anda por su propia casa. Su conocimiento casi a ciegas de aquel sitio cubierto de malezas me hizo sentir desprotegido, a pesar de que era yo quien estaba armado.