TRES

Los preparativos para el entierro se elaboraron normalmente; algunos familiares, y algunos viejos amigos. Ya caída la tarde todos dieron el último adiós a Don Elpidio. Muchos, los mas apegados, regresaron del cementerio a la casa para hablar de algunas que otras ocurrencias del amigo que se fue. Pronto, la viuda, quedó sola en la casa, su hija mayor le hizo compañía en lo que quedaba del día y durante toda la noche.

A la mañana siguiente la rutina de doña Ramona no rompió su ritmo, por lo menos en las cosas primordiales. Se levantó, en eso de las seis de la mañana, como todos los días, espero la llegada de los periódicos matutinos para recogerlo y llevarlos a su lugar, o eso quería, porque lo intentó, pero ese día no pudo. A medio camino, antes de llegar a la sala de la casa, después de cruzar el pequeño jardín que daba a la calle, se dejó caer con los diarios en las manos y lloró. Y entre lágrimas hizo lo que nunca había hecho en los últimos diez años, hojear las páginas de los medios informativos que tenía en sus manos.

Buscó, y buscó y buscó. Se indignó, se llenó de rabia. De ira. Entre tantas páginas, entre tantas noticias sin valor, apenas, y al final de uno de ellos, precisamente para el que Don Elpidio le había dedicado toda su vida, encontró no más de un cuarto de página con la noticia del deceso de su esposo.

Secó sus lagrimas. Se puso de pies. Entró a la vieja habitación perfumada de viejos periódicos. En ella busco los últimos diarios que le había entregado en sus manos a su difunto marido. Buscó, y buscó y buscó, y no encontró uno solo de los trabajo enviados por Don Elpidio. Buscó en más y en más, casi alborotó todo lo ordenado, y nada encontró.