—Para ser sinceras, no creí que me contarías de él. Eres tan cerrada respecto a parejas —rió su hermana.
—Que no es mi pareja, Anna –corrigió la rubia en un gruñido–. Sólo nos vamos a comer, ya sabes, en plan de amigos —aclaró, quitándose el pantalón a jalones, quedando sólo en bragas.
—Sí, ajá. Y ahora te estás midiendo esa falda de lentejuelas negras que tanto adoras para ver si todavía te queda –Elsa abrió la boca, sorprendida. Ya que eso mismo estaba haciendo–. Buscando qué blusa le queda, no tan escotadas pero tampoco con cuello de tortuga. De preferencia manga corta, pero si es de noche la cita, toleras la larga.
—¡No es una cita! –sus mejillas se tornaron chistosamente rojas–. Intento ser amable luego de casi botarle la taza en la cara.
—Esa ni Bianca se la cree, pero bueno. Espero la pases muy bien, aunque hay algo que me intriga un poco.
—Suéltalo.
—¿Quién va a quedarse con el muñeco? No van a llevarlo con ustedes, ¿o sí?
La rubia frunció el ceño. Había olvidado ese pequeño e insignificante detalle.
—La verdad, no pensé en eso. Igual, si lo llevamos nos van a tachar de locos. Aparte de que no puede salir, el material del que está hecho es muy frágil. No quiero arriesgarme a nada, ni ver la furia de los Vasto —tomó toda su ropa y se dirigió al baño, llevando a rastras el teléfono fijo.
—A ver si no te metes en líos con los Haddock —canturreó su hermana, con un tono agudo en su voz.
—Nadie va a vernos. Eso espero –lo ultimo lo susurró–. Bueno, te dejo que ya tengo que alistarme.
—Adiós, ojitos coquetos —Anna soltó una ruidosa carcajada a través de la bocina, la ojiazul rodó los ojos no muy contenta con su apodo.
Finalmente colgó.
—Una cena, nada mas —se dijo a sí misma, viéndose al espejo.
No pasará nada si ella no quiere. No cometerá el mismo error dos veces. Tiene que ser fuerte, se lo prometió a Joyce.
Se desabrochó el sujetador, se sacó las bragas y se metió a la tina, ya media llena de agua fría.
—I can show you the world, shinning, shimmering, splendid —tarareaba, jugueteando con el resbaloso jabón entre sus manos.
Agarró la esponja y se talló suavemente su piel, sin importar que el agua quitara de inmediato el jabón. Se echó un poco del shampoo y masajeó su cabeza, desenredando cada mechón de cabello que podía.
Quitó el tapón que impedía la salida del agua y se puso de pie. Colocó la toalla en su cuerpo y salió de ahí.
—¿Qué rayos? —brameó, cuando se da cuenta que la ropa ya no estaba–. No, no, no, no puede ser. ¿Dónde está mi maldita ropa? —buscó en todo el baño, pero no había rastro de ello. Ni siquiera los calcetines sucios.
Una broma de malísimo gusto.
Caminó a su habitación, y encendió la luz.
—¡Ay Dios santo! —chilló.
Los cajones estaban de fuera, la cama destendida y los ganchos tirados por todo el suelo, unos hasta estaban rotos.
Abrió el armario, y pudo ver que no había absolutamente nada.
—¡¿Qué demonios?! —gruñó, completamente enojada. Y es que era comprensible, ¿dónde se había metido su ropa?
El rechinido de una puerta captó su atención.
Salió de inmediato, para confrontar al maleante que quería asustarla.
La habitación de juegos fue la única en que la puerta estaba abierta.
De pronto se sintió tan pequeña. Su valentía se había esfumado. Como siempre.
Ésa era la clase de jugarretas que le gustaba a Hans, imponerle miedo, temor. Era de sus maneras favoritas para asustarla.
Es él. Sal de ahí. Ahora.
Negó con la cabeza a su pensamiento, ya no sería mas una cobarde.
¡Andas semidesnuda!
A pasos lentos, llegó ahí. El lugar se encontraba desolado, al menos a simple vista. Chequeó con la mirada, y se lo pensó un rato en si entrar o no.
Lástima que no tuvo opción.
Fue empujada adentro de la habitación, de nuevo. Logró esquivar el suelo gracias a la mesa de billar, y se sujetó la toalla, evitando que se cayera.
—¡Mierda! —los ojos le picaban.
Jaloneó la manija, pero ésta no se daba por vencida.
—¡No, por favor no otra vez! —sollozó, entrando en pánico.
El claxon de un auto se hizo presente. Ella corrió a la ventana, y reconoció al muchacho asiático de inmediato.
—¡Tadashi! —gritó, golpeando el vidrio. Buscó el cerrojo para abrirla, pero notó que la ventana está clavada.
Volvió a sonar el auto. Elsa ya sentía que el aire le faltaba.
—¡Mira para arriba, Tadashi! ¡Mírame! —suplicó, golpeando más fuerte, hasta que sus nudillos se tiñeron de rojo. Y ya no había más uñas que arrancarse.