En el pueblo sin nombre había un barrio pobre donde las casas eran bajas, grises y todas bastante parecidas. De cemento, cuadradas, no tenían ningún atractivo más allá de su desconcertante uniformidad. El barrio de los adinerados era un poco más vistoso. Como la de Juan Vergara, ahí las casas tenían jardines y techos a dos aguas cubiertos de tejas brillantes.
A unas veinte cuadras de la vivienda de su hermano menor, justo donde el pueblo empezaba a confundirse con el campo, vivía Miguel en una casa cuadrada de cemento a la vista.
Cerca de su casa empezaba la avenida que, cruzando todo el pueblo, llevaba a la calle comercial o principal: un camino de tierra ceñido de elevados y frondosos sauces. En otoño, cuando se levantaba una ventisca, era imposible avanzar por el camino porque las hojas se abalanzaban sobre uno hasta cortar la visión.
Siempre que había un temporal, los pobladores no salían de sus casas. Dos otoños atrás un niño y un anciano habían muerto ahogados en un torbellino de hojas. Los lugareños temían estas inclemencias del tiempo, que arruinaban sus esfuerzos con tractores, azadones y rastrillos y suspendían sus incursiones marítimas en busca de langostas, tiburones, corvinas y rayas.
Los pescadores aprovechaban la demanda de Obel, el pueblo vecino que, alejado de la costa, dependía tanto del pueblo sin nombre que sus envidiosos pobladores lo odiaban. El excedente iba a parar a las dos pescaderías de la calle principal. En esa calle había también dos carnicerías, tres verdulerías, una mueblería, dos tiendas de vestir, dos jugueterías y un teatro, que hacía las veces de cinematógrafo. Las tiendas más pintorescas eran las jugueterías de don Trefe, un pescador jubilado, obsesionado con los juguetes con forma de pescado. Una de sus vidrieras estaba decorada con horribles muñecos de peces abismales de alambre que rodeaban a un pulpo gigante de trapo, de ojos saltones pegados al vidrio y largos tentáculos —de la punta de cada uno colgada un muñeco—, que atemorizaba diariamente a los chicos. Don Trefe era, además, dueño de una ostentosa panadería, de piso de cerámica rosada con rombos negros y dos columnas con cariátides en las que había mandado a esculpir el rostro de las dos mujeres a las que había sobrevivido. En esa panadería don Trefe vendía sus famosas fresas italianas preparadas para comer —pan duro salpicado con aceite, orégano y con dos rodajas de tomate— con las que se ganaba a sus clientes.
Frente a la panadería estaba la estación de servicio que tenía dos surtidores, amarillos y oxidados. Y más allá la rotonda donde habían construido la plazoleta en el medio de la cual se erguía el cartel con la inscripción: Bienvenidos a —es evidente que los primeros pobladores pensaron que habría un nombre. Acompañando al cartel, apoyada dentro de un cantero de cemento repleto de piedras marinas, se erguía la pequeña ancla que completaba el humilladero. Era uno de los restos de la embarcación que hacía ciento cincuenta años había chocado contra la Lengua, así llamaban los pobladores a la escollera que se adentraba doscientos metros en el mar. Perpendicular a la calle comercial, enfrente de la plazoleta, corría la avenida de médanos que separaba a la playa del resto del pueblo. Si lo recorríamos empezando por el mojón de la plazoleta, pasando por el centro comercial, cruzando la avenida De los Sauces, llegábamos a la plaza principal —única—. Allí, la Municipalidad compartía edificio con la escuela. El primario y el secundario se daban de mañana y pasado el mediodía comenzaba a atender Ester, coqueta —para algunos pintarrajeada— secretaria, que se ocupaba de los impuestos y de delegar los demás asuntos a los empleados. Del otro lado de la plaza principal y única, estaba la comisaría. Allí mandaba el comisario Falcón a veinte suboficiales tan leales y honestos como ineptos.
Formando un triángulo equilátero con los dos edificios mencionados, cuyo relleno era el espacio faroleado e infestado de árboles llamado “la placita”, se levantaba la iglesia. Mezcla de estilo románico y gótico, conservaba unos interesantes ventanales coloreados que contrastaban con la precariedad de la fachada, de barro cocido. El pantocrátor era una escultura de hierro, informe, caprichosa, un Cristo que más que bendecir parecía sojuzgar. En los entreveros del hierro anidaban las palomas. Don Ramón, el cura que vivía en la iglesia, prevenía siempre a sus feligreses de la comparación con el Cristo entreverado y decía que el verdadero era un tipo común, que hacía tiempo vivía en el cielo pero pensaba en la tierra. Nadie entendía en verdad lo que el cura quería decir y disimulaban con rezos. Lo cierto es que, gracias a las digresiones teológicas de Ramón, cada vez había más tablas vacías en la iglesia. Las que se ocupaban eran las del cinematógrafo.
Párrafo aparte merecen las fiestas, a las que se acercaba casi todo el pueblo. Frente a la iglesia se armaba un escenario con unas tablas y desde allí se daban discursos y organizaban juegos ecuestres y bailes. En realidad, el pueblo tenía fama de anticuado. Hábilmente los pobladores de Obel habían alimentado este mote para contrarrestar su inferioridad en recursos naturales.
Hay que decir que no había mucha imaginación en el pueblo sin nombre y que todo era parecido. Por ejemplo, veíamos un almacén entre la comisaría y la Municipalidad sobre una vereda elevada; subiendo unos derruidos escalones nos encontrábamos con una puerta de madera de dos hojas, más arriba un cartel de madera que decía Almacén en talladas letras con firuletes, y más arriba todavía un farol. Al mirar a los costados, veías las paredes amarillentas, sucias y con grietas llenas de telarañas, más allá una ventana alta y larga, con rejas que parecían formadas por un rejunte de flechas de metal. Si antes de entrar te dabas vuelta sobre el último escalón, entonces veías al mismo almacén del otro lado de la plaza; si eras un viajero te acercabas extrañado y confirmabas los mismos escalones, el mismo cartel y farol y las mismas paredes y grietas con telarañas parecidas. Nadie sabía quién había imitado a quién. Sí sabían quién había copiado al pulpo de don Trefe, una réplica chica y desgraciada —no asustaba— podía verse en una juguetería apartada del centro comercial.