El Océano En Tus Ojos.

XXII

El templo de Atenea estaba desolado. Se marchitaba con el danzar de la niebla sobre sus finas escaleras, el viento soplaba con tal calma que lograba erizar la piel del grupo de dioses e Ícaro.

 

Su atención fue capturada por un delgado hilo de sangre que recorría un camino que iniciaba en la entrada al templo, no tardaron en darse cuenta que una de las lamias estaba tumbada en un pequeña abertura de la puerta; Atenea debía seguir dentro, sana y salva, pero agotada, lo sabían gracias a que, cuando se atrevieron a entrar al templo en su búsqueda, había más de un cuerpo de aquellas vampiresas en el suelo. Múltiples criaturas las acompañaban en su muerte, desde satiros, sirvientes de Dionisio, hasta los seres malditos llamados licaónidas, seres convertidos en lobos por sus deseos sanguinarios.

 

Era una masacre que, Atenea, había logrado completamente sola.

 

Y ahí estaba, recostada contra una pared, exhausta, y con salpicadura de sangre en la fina tela de su armadura dorada. Tenía la mirada perdida, su respiración estaba acelerada, no tardaría en perder por completo el conocimiento a causa del cansancio.

 

—Atenea —le llamó Ares, la diosa ni siquiera hizo el mínimo intento por alzar sus armas y atacarlos—, ¿qué ha pasado?

 

—No pude contenerlos por mucho tiempo, vendrán más de ellos —respondió casi con urgencia—. Deben hacer algo.

 

—Calla, estás agotada —su mirada se fijo en Adara mientras Ares la tomaba en brazos.

 

—Debes salvarlo, está encerrado en mi habitación.

 

—¿Qué? —respondió sin comprender.

 

—Hermes, trae un poco de ambrosía para ella —el dios cedió sin muchas ganas de ayudarle, ¿porqué habrían de hacerlo?, pensó, ella ha sido una maldita bruja con todos nosotros. Pero la hizo aparecer de un chasquido en sus dedos; la acercó con cuidado a sus labios y espero paciente a que la bebiera a su paso, pero tenían prisa, y Hermes no evitó pensar en hacerla atragantarse con ella para que pagará, al menos un poco, por su comportamiento.

 

Esperaron serenamente a que hiciera efecto en ella, pero Adara no. Tomó su tridente en su forma normal y avanzó a la habitación principal de la diosa. Detrás del fino pedazo de madera, podía sentir la ansiedad de otro ser, el latir de su corazón asustado y lo rápido que fluía la sangre en sus venas. Con extrema precaución y acompañada de silencio, se adentró en la oscura habitación y espero a cualquier movimiento en falso por parte de quién o lo que sea que estuviese dentro del lugar.

 

Los pasos eran fuertes, marcados, y cometió el error de gritar cuando estuvo a punto de golpearla con un escudo que había colgado de la pared alguna vez. Derribó a su oponente, atacando sus pies sin mucha saña, y apuntó el tridente a su garganta, dejándolo apresado contra el suelo pero no pudo continuar. Pues un color negro y profundo le miraba con las mismas interrogantes que ella, no era posible.

 

—¿Caleb? —preguntó en voz alta, más a sí misma que al propio muchacho nombrado— ¿Qué estás haciendo aquí?, ¿porqué estás aquí?, ¿te han hecho algo?, ¿te han tratado bien? —las preguntas surgían conforme más y más probabilidades terribles venían a su mente— Pensé que te habían devuelto a nuestro tiempo.

 

—Responderé todas tus dudas después de que alejes éste tenedor gigante de mí.

 

—Oh, perdón —redujo el tamaño del tridente y lo ajusto a uno de sus brazaletes; gracias a Hermes, había aprendido a hacerlo volver a encogerlo y volverlo a su tamaño original. Le extendió su mano al muchacho, ayudándole a ponerse de pie sin mucho esfuerzo.

 

Caleb se tomó algunos segundos para inspeccionarla, de pies a cabeza, pues se veía muy diferente, y no se refería solamente al cambio drástico de imagen; desde su llegada al Olimpo, el reconocimiento de su padre ante los demás dioses y que había bebido de la ambrosía, se veía rejuvenecida. Tenía la piel más radiante, el cabello ya le llegaba por debajo de las caderas y jamás había visto sus ojos brillar con tanta intensidad. Sin embargo y bastante alejado a eso, se le veía feliz, como nunca a pesar de un atizbo de preocupación que podía sentir en sus acciones, en su hablar.

 

—Te ves... diferente —no pudo evitar recalcar, soltó su mano y ella le dedico una sonrisa.

 

—Me siento diferente. Pero ahora no se trata de mí, quiero que me digas porqué estás aquí —mantuvo su tono de voz bajo, no sabía cuál sería su reacción de Hermes, Ares o Ícaro por la presencia del mortal en el templo de Atenea, aprovecharía el momento de privacidad al máximo—. La última vez que te vi, ni siquiera pudiste reconocerme.

 

—Y quería asesinar a tus amigos —ella frunció el ceño en confusión, Hermes no le había dicho nada de eso y Caleb de dio cuenta de que no sabía nada, movió sus manos dejando ir el tema—. Luego te diré todo, pero lo importante es que estás a salvo y que podemos volver, Asher, todo será como antes —tomó sus manos entre las suyas. La oji-azul se sintió enferma por su tacto, pero no era él, era el recuerdo de su vida como mortal; de tantos años reprimiendo un sueño, del mal comportamiento de su madre mortal y sus hermanas, de un matrimonio forzado al que no quería sucumbir. Soltó sus manos de Caleb, como si el solo hecho de tocarlo le quemará, sintió la mirada ofendida del muchacho sobre ella.

 

—No Asher —retrocedió un paso—, mi nombre es Adara, hija de Poseidón, heredera del océano y los mares —uno más y casi chocó con la pared detrás de ella.

 

—¿Pero qué cosas dices? —se acercó a ella, un paso adelante— Asher, mi amor, mi mejor amiga, la niña con la que crecí y la mujer de la que me enamoré —tomó su cabeza entre sus manos, conteniendo un poderoso dolor cabeza que había comenzado con las palabras del muchacho; sentía las memorias de su vida olímpica y las de su vida como mortal chocar dentro de su cabeza, batallando por quedarse con el poder de su mente, unas contras otras. Escuchó a Ícaro entrar en la habitación, acompañado de los dioses.




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