Toda la gente se paró y se puso de frente al largo pasillo que iba a transitar tía Rosa, doblaban sus cuellos hacia la izquierda, hacia donde estaba la gran puerta de la iglesia. El órgano seguí sonando, la gente hablaba por lo bajo pero igualmente se escuchaba en murmullo como si fuera el zumbido de miles de abejas. Apenas apareció la figura de tía Rosa, la gente hizo un “uuuuuuh” de admiración. Estaba realmente bellísima, la llevaba un viejo amigo de la familia, Don Amalio Guelarde, que ya peinaba sus pocos pelos canosos de más de ochenta años, igualmente se lo veía bien y bastante esbelto. Pero todas las miradas estaban depositadas en la reina de la noche, la tía Rosa. Llevaba un peinado con una coleta prolijamente realizada, su bella cara despejada, el maquillaje era suave, sin estridencias, a excepción de esa boca maravillosa que tiene, esos labios que tantos hombres habían probado. Tía Rosa sonreía y saludaba, con un pequeño movimiento de cabeza, a todos los presentes, cuando me vio a mí me tomó la mano como pudo y me la besó. A mí se me movió el mundo, amaba con toda mi alma a esa mujer que había sido, y lo será siempre, mi segunda mamá. Al llegar al altar, Don Amalio se la “entregó” a Don Tránsito, quien la tomó de su mano derecha y con la otra la agarró de la cintura. El escote de tía Rosa era bastante pudendo para una ocasión como esta. A ella poco le importaba. El murmullo de la gente, de la chusma como tía Rosa decía en broma, comenzó a incrementarse hasta que se escuchó un sonido como de frituras provenientes del micrófono que estaba manipulando el cura, el padre Rufino.
El padre seguía con sus palabras para casar a tía Rosa y Don Tránsito, pero yo estaba con la cabeza en otro lado. La idea de que Mariel se casara me hacía sentir como que el mundo se me iba a venir abajo, y justo sobre mi cabeza. No podía soportar la idea de que, encima, se casara con Copitelli, parecía increíble que esa pareja por la cual no daba nadie dos mangos, estuviese pronto a casarse.
Tía Rosa lo miró a Don Tránsito de la manera que solo ella podía hacerlo, una mezcla de ángel y demonio, una mixtura de nena buena y de puta. Don Tránsito se ruborizó y miró para el piso.
Mi madre se largó a llorar a mares, la abracé para calmarla, pero fue al revés: comenzó a llorar más y más. Entonces, el padre le preguntó lo mismo a Don Tránsito, el cual se quedó tieso por unos instantes que parecieron siglos. Abrió su boca y ningún sonido sabía de ella, tosió. Intentó nuevamente responder pero no pudo.
Don Tránsito asintió con la cabeza. Estaba pálido, mucho tuvimos temor de que caiga desplomado. Un monaguillo le trajo una vieja silla de madera para que se sentara. Al principio parecía que no iba a volver en sí.
Luego de tomar un gran vaso de agua, Don Tránsito se mejoró. A su cara le volvieron los colores. El padre volvió a preguntarle si la aceptaba a tía Rosa como su esposa.
Jorge sintió el impulso de pararse y detener la boda. Quería quedar como un héroe romántico de las novelas francesas del siglo XVII o XVIII. Pero ese impulsó que le quemaba el pecho se acabó cuando miró hacia su derecha y la vio a Jordana. Se mordió la lengua y abrió bien sus ojos para observarla. Esa muchacha era, seguramente, la más linda de las que iban a ir a la fiesta. Esa chica representaba el ideal de mujer que él siempre había tenido, siempre le habían gustado las morochas, y ni que decir de las negras. Mientras la miraba y escuchaba al cura, pasaban por su cabeza imágenes que aún o había experimentado con ella, se veía besándola, haciéndole el amor y probando esos pechos, ese sexo, esa piel de chocolate. La tentación que le provocaba esa niña era mucho más fuerte que su… ¿amor? por tía Rosa. En ese preciso momento se dio cuenta que lo que había tenido con tía Rosa había sido solo calentura, solo sexo. Él quería otra cosa y pensaba que Jordana, tal vez, se lo podría llegar a dar.