El Pacto de los Espejos

Capítulo 5: El Llamado del Abismo

Javier Mendoza no podía quitarse de la cabeza la imagen del gato esfinge en el espejo, con esos ojos que parecían perforar el tejido mismo de la realidad. El taller, con su luz tenue y el murmullo constante de los relojes, se sentía más pequeño, como si las paredes se cerraran sobre él. Había escondido el cristal de Diego en una caja fuerte en el almacén, pero su pulso seguía resonando en su mente, un latido que no lo dejaba en paz. Cada puerta que aparecía lo acercaba a algo, pero también lo alejaba de la vida que había conocido. Y aunque el dinero seguía llegando, la chispa de emoción que una vez sintió se estaba transformando en una mezcla de fascinación y miedo.

Esa mañana, mientras limpiaba un reloj de bolsillo con engranajes tan finos que parecían hilos de telaraña, la puerta apareció de nuevo. Esta vez estaba en el suelo, una losa de mármol negro con vetas doradas que brillaban como venas de fuego. Al abrirla, Javier sintió un vértigo que lo obligó a arrodillarse. Ante él se extendía un abismo infinito, un vacío salpicado de fragmentos de cristal flotante que reflejaban imágenes fragmentadas: rostros desconocidos, paisajes imposibles, y en uno de ellos, su propio rostro, pero más joven, con una expresión de asombro que no reconocía. En el centro del abismo, sobre un fragmento más grande, estaba el gato esfinge. Esta vez, no lo miraba. Sus ojos estaban fijos en algo más allá, algo que Javier no podía ver.

Antes de que pudiera procesarlo, la puerta del taller se abrió con un tintineo. Era Adrián, el físico, con su mochila llena de equipos y una expresión de urgencia. Sus gafas estaban torcidas, y tenía ojeras que sugerían noches sin dormir. —Javier, necesito volver a cruzar —dijo sin preámbulos—. Lo que vi la última vez… no eran solo fluctuaciones. Hay algo vivo en esos mundos, algo que responde. Y creo que está intentando comunicarse.

Javier frunció el ceño. Adrián había sido el cliente más analítico, pero también el que más lo inquietaba. Sus teorías sobre “anomalías temporales” y “entrelazamiento” sonaban a ciencia, pero había un fervor en su voz que rayaba en lo místico. —No sé si es seguro —respondió Javier, mirando la losa de mármol—. Esta puerta… es diferente. No me gusta.

Adrián se acercó al borde del abismo, su mirada hambrienta. —No me importa. Pagaré lo que sea. Pero necesito entrar ahí.

La tarifa que ofreció Adrián fue suficiente para silenciar las dudas de Javier, aunque no su inquietud. Le entregó un arnés con sensores y una cámara, y lo observó descender al abismo con una cuerda asegurada al taller. Desde el borde, Javier podía ver los fragmentos de cristal girando lentamente, reflejando luces que no tenían fuente. Y allí, en el centro, el gato esfinge seguía inmóvil, como una estatua de obsidiana bajo un cielo roto. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Javier, y una palabra resonó en su mente: “Elige”.

El tiempo se arrastraba mientras esperaba. Javier revisó su cuaderno, donde había dibujado un símbolo que había visto en varias puertas: un círculo atravesado por tres líneas curvas, el mismo que estaba en la tarjeta de Diego Salazar. No sabía qué significaba, pero su presencia en las puertas y en la tarjeta no podía ser casualidad. Estaba a punto de llamar a Diego para preguntarle cuando Adrián emergió, jadeando, con el rostro ceniciento.

—No es un portal —dijo Adrián, quitándose el arnés con manos temblorosas—. Es un nodo. Un punto de convergencia. Los mundos al otro lado… están conectados, Javier. Y creo que algo los controla.

—¿Algo? —preguntó Javier, sintiendo un nudo en el estómago.

Adrián sacó un dispositivo de su mochila, una pantalla llena de datos que Javier no entendía. —Las fluctuaciones que medí… no son aleatorias. Hay un patrón, como si alguien estuviera dirigiendo el flujo de energía. Y ese cristal que vi… —Se detuvo, mirando hacia el abismo—. Había algo más allí abajo. Una presencia. No la vi, pero sentí… que me conocía.

Javier cerró la losa de mármol con un golpe seco, pero no pudo evitar mirar hacia el espejo antiguo. No había reflejo del gato esta vez, pero la sensación de ser observado persistía. Adrián se marchó con promesas de regresar con más equipo, pero Javier apenas lo escuchó. Sus pensamientos estaban en el gato y en esa palabra: “Elige”. ¿Elegir qué? ¿Cruzar una puerta que no podía atravesar? ¿Cerrar el taller y olvidar todo? La idea de abandonar el negocio le resultaba impensable; el dinero le había dado una libertad que nunca tuvo, pero también una prisión de preguntas sin respuesta.

Esa noche, mientras cerraba el taller, un maullido lo detuvo en seco. Venía del callejón trasero. Con el corazón acelerado, salió corriendo, pero solo encontró un contenedor volcado y una rata escabulléndose entre las sombras. Al volver al taller, la losa de mármol había desaparecido, pero en su lugar, en la pared junto a la entrada, había una nueva puerta: un arco de metal líquido que parecía respirar. Al abrirla, vio un paisaje de torres de cristal que se alzaban hacia un cielo de fuego, y allí, en la cima de una torre, estaba el gato esfinge. Pero esta vez, la figura encapuchada estaba a su lado, y su mano señalaba directamente a Javier.

El taller tembló, y Javier cerró la puerta con fuerza. Su cuaderno cayó al suelo, abierto en la página del símbolo de las tres líneas curvas. Mientras lo recogía, un pensamiento lo golpeó como un relámpago: el gato no estaba al otro lado. Estaba aquí, en su mundo, observándolo desde las sombras. Y la próxima puerta, lo sabía, lo obligaría a enfrentarse a una verdad que no estaba seguro de querer conocer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.