El Palacio Del Infierno.

Parte V; Soledad Saavedra.

 

El letargo había sido un poco menos intenso que el anterior, había tardado en cerrar los ojos porque los gritos no me permitían conciliar el sueño. El ardor en mis muñecas y tobillos perduraban.
El roce de las sábanas viejas y percudidas causaban picazon en todo el cuerpo, la bata húmeda se secó con el calor de mi cuerpo al igual que mi cabello hecho nudos y tieso, sentía el maquillaje corrido secarse también en mi rostro, ya me imaginaba como  me veía.
Nunca me considere una muchacha hermosa, siempre fui de autoestima media.
Era una muchacha de tez apiñonada y ojos grandes de un color caoba claro, cabello negro quebrado hasta la espalda y complexión media.
Había aprendido a maquillarme  y vestirme adecuadamente  gracias a la ayuda y enseñanza de mi hermana. Ella había sido todo lo que mi madre no quiso por miedosa y conservada. Marcela me explicó de mi primera menstruación, del crecimiento de mi cuerpo y del comportamiento  con los muchachos. Crecimos aprendiendo una de la otra. 
Mis hermanos y yo habíamos crecido en el seno de una familia tradicional y para mi madre fue un golpe bajo el dedicarme al periodismo, mi hermana a la enfermería y mi hermano a la música.
La puerta de metal se abrió provocando un golpe sonoro que retumbo por todo el lugar  pero lo ignore y me negué a abrir los ojos apretándolos con fuerza, alguien había jalado la  sábana con fuerza descubriendo mi cuerpo con brío. Levanté la cabeza y abrí los ojos molesta, un hombre vestido de blanco totalmente me tomó del hombro y me levanto con fuerza.
— ¡Oye, ya suéltame— Grite tratando de zafarme pero aquel hombre testarudo parecía no escuchar. Una enfermera de complexión robusta y edad madura apareció por la puerta y el sujeto por fin me soltó cayendo de lleno a piso. Gemí de dolor y la enfermera me ordenó sentarme en la cama. La mire a los ojos, unas cuantas arrugas invadían sus ojos color marrón que me miraban con desdén.
— ¡Que te sientes, te digo! — Grito aturdiendo mi tímpano. Portaba una maleta en la mano izquierda que dejo caer sin importancia al suelo. La obedecí sin decir ninguna palabra y de su bolsillo saco una lamparilla médica, tomo mi mandíbula con brusquedad y la encendió impactando la luz en mis ojos. El hombre salió y entró otra enfermera mas joven de ojos verdes y cabello castaño.
— ¿Cómo te llamas? — Pregunto la enfermera  robusta que no dejaba de impactar la luz en mi rostro. Trague saliva, la mire con detenimiento y recordé su rostro; había sido aquella mujer que me negó la entrada e información cuando llegue intentando averiguar algo. Seguía mirándola para recordar muy bien cada facción de su rostro.
— Victoria…
— Aja, si. Así te llamas.

— ¿Es la nueva? — Pregunto aquella enfermera de ojos color esmeralda y cuerpo Delgado, entró de lleno al cuarto y me sonrió con simpleza.
—  Si — dijo sin importancia.
— Se ve muy joven.
— Veintidós años — Dijo sonriendo con lástima.
Aquella otra abrió los ojos como platos sorprendida.
— También es bonita, ¿A poco no, Soledad?
Esta río burlona y tomo la maleta del suelo.
— ¿De que le sirve? Si esta loca.
— ¿Qué hay en la maleta?
— Lo trajeron en la mañana, dijeron que eran las cosas de esta.
— ¿Mías? — Pregunté levantándome de la cama.
— Si, tuyas, ¿Estas sorda? — Y continuó abriendo la maleta. Había lápices, plumas, libros y cientos de hojas blancas. Sonreí.
— ¿Para que son todas estas porquerías? — Mencionó con una mueca en la cara.
— Para escribir — Conteste con  la voz quebrada.
— ¿Y de que podría escribir una pinche loca como tu? — Me contestó con agresividad. Fruncí el ceño molesta y comenzó a romper cada hoja de papel tira tras tira. Estas caían  al suelo, y mi mirada derrotada se transformaba en odio tras pensar que podía lanzarme sobre ella y quebrarle los dientes amarillos de un solo golpe.
— ¡Ya basta! — Grite desesperada.
— Chamaca pendeja — Se burló en mi cara y dio media vuelta — Encárgate tu, tira a la basura  esas cosas y llévala con los demás.
— Si, Soledad — Dijo con docilidad enseguida la otra salió del ahí.
Llena de rencor me hinque y me solté en lágrimas de impotencia levantando las hojas de papel destrozadas. La enfermera se colocó en cuclillas y recogió las hojas. — No llores — Me dijo con un tono completamente diferente al anterior — Si te portas bien  yo puedo darte hojas para que escribas — Me dijo como si estuviese hablando con una chiquilla de cinco años a la que le han roto sus dibujos. Sólo asentí y me levanté.
— Mira — Dijo con una sonrisa — Estas no se rompieron, te las puedes quedar — Me extendió la mano y  las recibí, sonreí y se hinco de nuevo a recoger las cosas — ¿Qué vas a hacer con mis bolígrafos?
— Nada — Dijo mientras se guardaba los bolígrafos en el bolsillo.
— ¿Cómo te llamas? — Pregunté carraspeando la nariz.
— María — Respondió cortante — Ven, vámonos — Me tomo del brazo  con delicadeza — ¿Y la otra? — Pregunte — ¿Cómo se llama la otra?




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