Me desperté confuso y sudando en mitad de la noche, de nuevo sin recordar el motivo. Me llevaba ocurriendo desde hacía dos años, cuando perdí la memoria. Solo recordaba retazos sin sentido de mis sueños.
Desde que había sido encontrado, en una noche helada de diciembre, tenía pesadillas. Mis progenitores querían mandarme a terapia, pero yo me negaba. Sabía que no necesitaba un psicólogo, lo que necesitaba eran las pastillas que tomaba para dormir que evitaban, milagrosamente, que tuviera esos malos sueños y que me despertara cubierto de sudor y alarmado. Sin embargo, aquella noche había bebido alcohol y no las había tomado.
Me levanté de la cama y fui al baño. Una versión sudorosa y ojerosa de mí mismo me devolvió la mirada con indiferencia. Mi pelo oscuro caía sobre mi frente, pegándose a ella, y mis ojos azules estaban rojos e hinchados, como siempre que dormía mal.
Finalmente, me metí en la ducha. El agua salía fría, pero me dio igual. Estaba acostumbrado.
Al salir con una toalla en la cintura, una joven guapa de ojos verdosos, pálida y con el cabello castaño y ondulado que le llegaba hasta la mitad de la espalda, me estaba mirando desde mi cama.
―¿Otra pesadilla, Elián? ―me preguntó.
Sinceramente, yo no recordaba a esa chica que estaba medio tumbada bajo las mantas, con la espalda apoyada en el cabecero.
―Sí.
―Creí que exagerabas cuando me lo contaste ―comentó―. Ven, vuelve a la cama. Son las cinco y media solamente.
―No, una vez que me despierto no vuelvo a dormirme. Voy a hacerme un café, ¿quieres uno?
Ella declinó mi oferta de cortesía.
―No, prefiero seguir durmiendo. Si quieres volver, aquí estoy.
―Lo tendré en mente ―dije, no muy convencido de ello.
Salí de mi habitación y me dirigí a la cocina.
El café era algo que no faltaba en mi piso nuevo. Al cumplir la mayoría de edad, hacía un año, me fui de casa. Tenía la sensación de vivir con desconocidos.
Me sentía bastante extraño con mi familia. Todos me conocían, sabían mi nombre, me trataban con demasiada familiaridad. Yo ni siquiera recordaba mi infancia, ni cosas tan básicas como mi época en el colegio y de instituto. Tampoco recordaba a los amigos que había tenido a lo largo de mi vida.
En realidad, era un tipo muy solitario. Me pasaba el día solo en el piso y, en ocasiones, salía por las noches. De vez en cuando me traía a chicas que me encontraban atractivo, pasaba un buen rato, y luego se iban a sus casas a seguir con sus respectivas vidas.
El microondas pitó cuando mi café, amargo y bien cargado, estuvo caliente. Me lo bebí mirando al vacío, como cada mañana.
Cuando acabé y lavé el vaso, fui de nuevo a mi habitación.
La chica se había dormido y yo aproveché para vestirme. Me puse un chándal y salí a la calle a pasear. A esas horas era muy raro encontrar a alguien, quizás a algunos juerguistas o a algún vagabundo. El cielo apenas comenzaba a aclararse y las luces de las farolas seguían encendidas.
Me detuve cuando creí ver a alguien siguiéndome. Me giré y no hallé a nadie por ninguna parte. Sin embargo, me pasé todo el camino con la sensación de ser observado, sentía unos ojos puestos en mí, por muy absurdo que pareciera.
Giré por un callejón y esperé al principio, para ver lo que pasaba. La sensación no terminó y un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Agité la cabeza de un lado a otro, llamándome paranoico en mi mente. Nadie me estaba siguiendo, no había motivos.
Resoplé y eché a andar de nuevo, incorporándome a la avenida por la que anteriormente estaba caminando. Volví a mi casa a las siete.
Cuando fui a mi habitación, en lugar de a la chica, encontré una nota con un número de teléfono. Al parecer ella se había ido a trabajar. Abajo, en una esquina, estaba su firma. Su nombre era África, lo cual no me sonaba para nada. Estaba seguro de que no era malo recordando nombres tan bonitos.
Una lucecita que provenía de mi mesilla llamó mi atención. Se trataba del teléfono fijo, uno de los de hace años que emiten una luz roja cuando alguien deja un mensaje en el contestador.
Era mi madre.
―Elián, llámame cuando escuches esto. Necesito que lleves a tu hermana al instituto.
Suspiré y pulsé el botón de llamar.
―Mamá, ¿a qué hora necesitas que me pase a por Adriana? ―pregunté cuando respondió la llamada.