«Viento en popa, a toda vela, no surca el mar, sino vuela...» el Tulipán Negro. Con rumbo oeste pretendía rodear la isla por el lado de sotavento para luego poner rumbo sur-suroeste y dirigirse a Isla Tortuga. En la proa, con sus codos apoyados sobre la madera salpicada por el agua marina, Pierre cantaba una cancioncilla popular entre filibusteros que bien mostraba el pensamiento, los valores y la idiosincrasia de los piratas:
«Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.»
Pierre cantaba con la firme intención de superar un sentimiento de pérdida que él, en ese preciso momento, ignoraba o quizás sea mejor decir, negaba. Iba ya rumbo al asentamiento pirata frente a las costas de Haití. Ya era libre y tenía todo lo que había querido y buscado. El Tulipán Negro, iba cargado de tesoros como pocas veces se había visto en las bodegas de un bergantín pirata, doblones, ducados, florines, libras esterlinas, plata y oro en cantidad tal que hubieran podido hundir por su propio peso a un navío más débil que el Tulipán, riquezas suficientes para todos y casi como para comprar una Gobernación en las Antillas Menores. Cantaba sin tonos de júbilo por sus logros porque en el fondo, muy en el fondo, no se sentía tan bien como querría. Cantaba y al mismo tiempo, entre estrofa y estrofa se repetía: «Ya nada me ata, ya nada me encadena.» Pero cuanto más cantaba y más se repetía esa frase como una salmodia, la imagen de Coral pasaba ante los ojos de su mente, una y otra vez, como una hoja llevada en zigzag por las ráfagas del viento otoñal de su Brest querido que descansaría en las costas de su Francia natal.
Poco a poco, la imagen del joven tritón, hermoso y dorado, se iba transformando. «Va a estar bien», se comenzó a decir en el silencio de su reino interior; pero al mismo tiempo, el recuerdo de Coral debilitado y casi exánime, encerrado en aquel odioso barril como un arenque, le empezaba a teñir el orgullo y la felicidad de su canción con unos tonos aún más melancólicos. «Va estar bien, va a estar bien...» Y ahora, la escena del barril fue sustituida por la de Coral enjaulado y diciéndole: «No te preocupes, Pierre. Si no me quedo aquí, te podrían hacer daño».
Sin darse cuenta, cantaba con voz cada vez más débil y los recuerdos dieron paso a la imaginación, a ver a Coral en un estanque y a decenas de nobles ociosos e irresponsables, mirándolo, señalándolo, riendo y arrojándole peces como si fuera una foca de exhibición... y esa escena futura dio paso, a su vez, a una mesa fría de una sala del Magdalene College y Coral, boca arriba, abierto desde su cuello a su ombligo, como una merluza lista para cocinarse, con sus tripas sacadas y a un lado, y a Mr. Cook, con una sierra, listo para destaparle el cerebro y descubrir, según él, la razón por la que sólo quería aparearse con machos... Eso le hizo un nudo en su corazón y en su garganta, nudo que evitó que la náusea pasara a más e hizo que las palabras de su canción naufragaran en su boca. Sacudió su cabeza y con la manga de su amplia y dudosamente blanca camisa, se secó unas gotas de saliva que en la comisura de sus labios habían aparecido como respuesta a la vuelta de su estómago. Ya no cantaba.
«Va a estar bien, va a estar bien... De todas formas no es problema mío... Yo nada puedo hacer...» Esa frase ocupó ahora el lugar de la salmodia. Miró al cielo sin saber si quería asegurarse de que se mantenía el rumbo sin contratiempos o por una incomprensible sensación de que alguien lo miraba desde lo Alto. Para distraer su cabeza de esos pensamientos que empañaban su triunfo y su camino a la libertad y a la vida «normal», fue hacia la popa donde estaba monsieur Poulet dirigiendo el trabajo de la tripulación que se empeñaba en mantener la posición del velamen.
—¿Qué tal van las cosas, monsieur Poulet? —preguntó más queriendo reafirmar su propia seguridad que por otra razón.
—Très bien, mon capitaine. Vientos favorables, mar en calma, cielo despejado. Mejores condiciones no se podrían esperar.
—¿Y el rumbo?
—Tal como fue planeado. Ya viramos sur-suroeste y dejamos la isla atrás hace más de tres horas. Casi podría decirse que tenemos a Haití al alcance de la mano.
—Bien. Asegúrate constantemente de que el rumbo se mantenga. No quiero más sorpresas. Si aparece un banco de niebla, intenta esquivarlo y si no se pudiera, detén la nave. Será preferible esperar quietos, a tener que volver a recorrer toda esta distancia de nuevo.
—Así se hará, mon capitaine.
—¿Y los pasajeros?
—Mr. Clark y el chico, están bien, aunque yo no los llamaría «pasajeros», pues están trabajando como cualquiera de nosotros.
Editado: 06.05.2018