Era joven. Era guapa. En realidad, muy guapa, solo que la suciedad y la mugre que la cubrían como un manto perenne hacían que fuese difícil de ver. Su cabello era del color del oro viejo, abundante, y caía en bucles alrededor de aquel rostro afilado por el hambre y la pérdida de las ganas de vivir. Las pecas que adornaban sus mejillas y su nariz resplandecían en su tez pálida por el frío del invierno. Pero sus ojos brillaban. Sí, era algo muy tenue, apenas un leve resplandor, como la llama de una cerilla a punto de consumirse, pero estaba ahí. Era una señal de que aquella muchacha estaba dispuesta a salir adelante, costase lo que costase. Y que lograría su objetivo.
Pero mientras la observaba, sus ojos se encontraron y el rostro que tenía ante sí comenzó a cambiar. Sus facciones se redondearon, las pecas desaparecieron, los iris marrones se tornaron de un azul brillante, y los bucles dorados se tornaron de un rubio intenso, que caía en suaves ondas sobre los hombros de la túnica verde oscura. Un reguero de color rojo sangre serpenteaba desde el cuello hasta la cintura y, por un momento, se preguntó de quién sería esa sangre. Después, la nueva joven sonrió, y la mujer sintió tal pavor que se dio la vuelta de inmediato y echó a correr. Pero su aliento la perseguía, susurrante, hiciese lo que hiciese.
"Te encontraré"