El Poder de los Orígenes

Capítulo II

Saludé a Azim con un beso en el hocico y se alejó correteando alegremente. El día había oficialmente comenzado.

Hice mi usual recorrido caminando bajo la sombra de los toldos del barrio corium que seguía al Clan, apurando el paso todo lo que podía. Esos coriums eran tan primitivos. Siempre con sus rostros pintados y su música con tambores. La piel a veces incluso se me erizaba al pasar por allí. Me pregunto cómo comerán. Dudo mucho que tengan acceso a las tiras alimenticias y al agua potable. Seguramente cazan, como hace Azim.

Al fin llegué al portal de la ciudad, e introduje la clave que me había provisto VariAguas cuando ingresé a trabajar. Tras el típico bip del portero, la puerta se abrió, dejando ver la magnificencia dentro del domo. Comencé mi camino de a diario. Edificios de todas las épocas, materiales y colores vestían las vías de concreto: elaboradas casas industriales, que habían sido construidas para los primeros empleados de la empresa; edificios comerciales, dentro de los cuales en algún momento había habido todo tipo de artículos con los que proveerse, y tantas otras construcciones que deleitaban la vista. Y por último llegué a la joya –y el centro- de la ciudad: la Sede, de la empresa claro. Una construcción elaborada a principios de esta Tercer Edad, poco después de que finalizara la guerra. Estaba hecha de una aleación de los metales más resistentes, representando la forma del antiguo oleaje del mar en las gamas del celeste y del blanco: del color que sólo se veía en los cuentos de fantasía.

Bien, más me vale entrar. Aunque me quedaría todo el día contemplándola desde la puerta. Era muy afortunada por estar trabajando aquí. No todas las imps de mi edad tenían la suerte de hacer carrera en una empresa. Y pensar que mis padres me habían pedido que me quedara en su casa, allí en la comuna. Doy gracias a Illwynn por haberme iluminado. Después de todo, no tendrían qué comer si yo no hubiera venido a cumplir con lo que debía.

Entré, y el familiar ruido a papeleo inundó mis oídos. Crucé la sala de recepción corriendo, justo para subir a uno de los elevadores que estaba por cerrarse. El ascensor frenó tres veces antes de llegar a mi piso. Miré las luces en mi muñeca. 7:59, y el elevador aún no llegaba. Estaba llegando con los minutos demasiado contados. "Llega temprano, y habrás llegado a tiempo. Llega a tiempo, y habrás llegado tarde". Todos conocían ese dicho. Y era completamente real. La próxima vez debía salir como mínimo unos dos minutos antes, o iba a perder el trabajo.

El elevador se detuvo suavemente en mi piso y me adelanté para salir, casi tocando las compuertas. Por Era, parecían estar tomándose su tiempo esta vez. Ah, no, ahí se abrieron.

De un salto me puse en marcha hacia la oficina donde me presentaba todos los días. Entré como un rayo, y dejé mi morral en el espacio del perchero que me habían dedicado. Mientras me ataba el pelo, que se me había enmarañado frente a los ojos, mi jefe me saludó desde atrás.

-Buenos días, Cristal. ¿Cómo has estado?

-¡Oh! ¡Buenos días, señor McFlair! –dije extendiendo la mano hacia el enorme puro que me hablaba, sonriente, desde la puerta de la oficina. Era sólo un poco más alto que yo pero mucho más ancho, y largos y canosos cabellos brotaban debajo de su enorme nariz. Era el hombre que me había contratado en primer momento. Y, si bien los demás empleados no hablaban demasiado bien de él, yo no tenía nada que reprocharle.

-Tan entusiasta como de costumbre –denotó ampliando su sonrisa hasta que pude ver toda su blanca dentadura–. Ven, sígueme. Tenemos una gran orden de productos esperándote. ¿Ya ha llegado tu compañero?

-¿Perien? Emm, sí, sí creo que ha llegado señor.

-Bien, fíjate si lo encuentras y tráelo contigo. Los espero en la oficina del depósito lo antes posible.

-Bien, señor. Lo llevo conmigo.

El señor McFlair comenzó su marcha con pasos lentos y pesados, mientras yo terminaba de acomodarme el uniforme para salir a repartir. Había metido la pata. Realmente no sabía si Perien, mi compañero, habría llegado aún. De haber llegado, estaría en la despensa. Siempre tomaba un vaso de agua antes de comenzar. Sí, seguramente estaría allí. Después de todo, Perien siempre llegaba temprano.

Pero cuando llegué a la despensa, encontré con desilusión que Perien no estaba allí. "Bueno, no pasa nada", me dije. "Sólo le diré al señor McFlair que no sé dónde se metió". Tomé un vaso de agua para cada uno, y salí disparada para el depósito. Pasé por entre varias mesas, que conformaban la oficina principal del piso, luego por un pasillo, hasta llegar a una puerta de vidrio negro que daba a un espacio amplio y muy poco iluminado, donde los diferentes productos líquidos de VASA esperaban a ser repartidos casa por casa. Alcé la mano izquierda para abrir la puerta, y me apoyé apresuradamente sobre el picaporte. O pensé que lo hacía. En cambio, lo único que sentí fue cómo mi cuerpo se tambaleaba al no encontrarlo.

Alguien había abierto la puerta desde adentro. Iba tan apurada que ni siquiera me había fijado. Me tomó tan por sorpresa que por poco dejo caer los vasos de agua. Eso sí habría sido un espectáculo: una imp tirando los vasos de agua. La cúspide de mi torpeza. Sentí tal calor subiendo por mis mejillas que no pude siquiera alzar la vista. Espié por el rabillo del ojo, y vi que el señor McFLair y uno de los empleados estaban por salir del depósito. Agaché más la cabeza, tratando de pasar por el pequeño hueco que se hacía entre los dos. Fue en vano. Tendría que pedir permiso. Levanté unos centímetros la cabeza, y ahí fue cuando lo noté: no era cualquier otro empleado, era Perien. Otra torpeza. ¿Cómo no me había dado cuenta? Lo saludé torpemente, y me escondí en la oficina del depósito.

Los veinte pasos que di hasta llegar a la pequeña oficina habían sido tan desparejos y desordenados como si un terremoto estuviera moviendo los cimientos del edificio. Con el ruido de mis torpes pies contra el duro pavimento del depósito todavía resonando en mis orejas, abrí y cerré la puerta como un relámpago. Descansé sobre ella mi espalda, apretando los ojos para cerrarlos. Eso había sido un desastre. Ya veo por qué las imps somos consideradas de tan poca utilidad: ir caminando sin prestar atención, pisar con paso pesado y desprolijo, evitar la mirada... No eran cosas dignas de un imp. Era una falta hacia el orgullo de nuestra clase. Y las chicas teníamos por costumbre hacerlo. En realidad, no todas nosotras. Había muchas mujeres que defendían con orgullo la fama ancestral de los imps: ser ligeros como el viento, silenciosos como la luna, y astutos como el zorro azul. Pero no era suficiente. Aquellas que manchábamos la tradición ensuciábamos en nombre de nuestra raza. Con que una lo hiciera, ya era suficiente para que los hombres nos mancharan a todas. Y aunque supiéramos que no era cierto para todas, nuestro orgullo se partía cada vez más cuando alguien, o algo, nos lo recordaba.




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