Al día siguiente, después de una noche en la que casi no pude conciliar el sueño, mientras acariciaba a Samanta en el jardín, sorpresivamente llegó Esteban. No esperaba volver a verlo tan pronto. Abrió la reja y se acercó a mí.
Antes de que pudiera saludarme, a Samanta se le erizó todo su negro pelaje y le arrojó un fallido zarpazo. No podía explicarme esta reacción. Luego, comenzó a acecharlo, como si quisiese atacarlo.
Por precaución, para que no lo lastime tomé a la gata entre mis brazos y la encerré dentro de la cochera. En ese momento, no recordé los consejos de mi abuela. Al volver, Esteban me esperaba inmóvil y le supliqué:
—Disculpá a Samanta. Nunca se había comportado así. Qué suerte que viniste. ¿Cómo estás?
—Bien, bien. ¿Me acompañás a dar una vuelta? Hay muchas cosas de las que tendríamos que hablar. Ayer pasó algo muy importante y esta noche en la librería volaron un par de libros solos. Mi madre está aterrada. Intenté tranquilizarla diciéndole que habían sido solo vibraciones de la calle. Pero me parece que no creyó ni una sola palabra de lo que le dije. Después busqué alguna forma de revertir la situación, pero no tengo el conocimiento y quizás como el método de atraer al espíritu lo tenías en tu grimorio, tal vez sepas qué hacer.
—Supuse que podría pasar algo así. Creo que el espíritu que está atrapado en tu casa no es muy poderoso y tengo un presentimiento de cómo podemos liberarlo. Vamos arriba —sugerí. Afortunadamente había estado leyendo mi grimorio esa mañana.
Él me siguió hasta mi habitación y nos sentamos en la alfombra.
—Este lugar está consagrado. Es mi altar. Vamos a pedirle a los elementales que guíen al espíritu y lo liberen.
Procedí a encender dos velas y un sahumerio. Dejé el agua cerca y comencé tomando las manos de Esteban.
—Invocamos a los espíritus del fuego, las salamandras, para que nos brinden su fortaleza y con ella el poder de liberar la casa de Esteban de cualquier espíritu que haya quedado atrapado allí —comencé diciendo. Luego repetimos juntos muchas veces las palabras, en absoluta concentración:
—Libérala, libérala, libérala...
Finalmente, sentí la necesidad de añadir:
—Está hecho.
Él me miró y agregó:
—Realmente, aprendiste mucho. En mi libro, este tipo de conjuros no aparecen. Son un poco más... —hizo una pausa y continuó— siniestros. Prefiero no tener que hacerlos.
—Entonces, también tenés un grimorio. ¿Quién te lo dio? ¿Tu madre es hechicera? —pregunté muerta de curiosidad.
Susana no parecía una hechicera, pero no la conocía lo suficiente como para estar segura.
—No, al igual que la tuya. Cuando aprendas a observar, te vas a dar cuenta de estas cosas —dijo, haciéndome sentir inexperta a su lado.
—¿Quién te lo dio? —volví a preguntar.
—Nadie, lo encontré yo solo. Tuve una visión mientras dormía. La voz de un hombre me decía que si buscaba debajo del piso lo encontraría. Al principio, no lo entendí, pero después de buscar por mucho tiempo, descubrí que en mi habitación había un tablón flojo. Allí encontré el libro —explicó —¿Vos lo heredaste de tu padre?
—No, de mi abuela. Mi padre no sabe nada y no tiene que saberlo —dije, recordando aquellas palabras que mi abuela había escrito.
—Lo sé —agregó.
—Vos estabas intentando encontrar a tu papá ¿No lo conociste?
—No. Él me abandonó cuando nací. Me dejó su apellido, la casa y la librería para que mi madre me pudiera mantener —, dijo. Sus palabras no reflejaban ninguna emoción.
—¿Tu mamá no te dijo nada sobre él?, ¿quién era?, ¿qué hacía? o ¿por qué se fue?
—No. No quiere hablar de él. Solo se limita a decir: "Él siempre nos protege". Por eso pensé que estaba muerto, pero no es así. Tampoco me deja hablar mal de él.
—¿Cuál es tu apellido? —pregunté esperanzada—. ¿Buscaste si aparece en la guía de teléfonos o en Internet?
—Es Hécate. No figura en ningún lado.
—Tu nombre me suena de algún lado. Creo que lo escuché antes, en algún lugar. Vamos a la otra habitación. En la computadora de mi papá hay conexión a Internet.
En el buscador escribimos "Hécate". Era un nombre que se remontaba tanto en el tiempo que parecía haber nacido con la historia de la humanidad. Leímos que Hécate era en la mitología griega una diosa. La diosa de las brujas. Era tan poderosa que podía vestir a la energía de materia para manifestar su existencia, entre muchas otras cosas.
Miré a Esteban que parecía orgulloso de su nombre, y le dije:
—Posiblemente hayas heredado de ella tu nombre y tus poderes...
—No, yo heredé mi nombre de un cerdo que no tuvo las agallas de hacerse cargo de mí —pronunció, y sus palabras reflejaron toda la ira contenida que sentía.
—Tal vez no fue así. Alguna razón tiene que haber por algo Susana no quiere que hables mal de él.
—Posiblemente, pero quisiera encontrarlo, para que sea él quien me diga por qué me dejó y me responda todas las preguntas que tengo para hacerle.