Las cenizas reinaban en la isla desde los últimos días y, a pesar de nuestros intentos para que no entraran al hotel, se filtraban por doquier. Me ardían los ojos y mis heridas estaban tardando mucho en cicatrizar. Sasha se había recluido en su habitación con problemas respiratorios y su hermana lo acompañaba.
Aquella tarde Tamara y yo nos reunimos en la biblioteca. Nos encontrábamos sentados en el piso con la espalda apoyada sobre la pared. Ella me estaba leyendo un texto antiguo sobre magia celta en voz baja cuando Ailén entró y corrió hacia a nosotros tan rápido como sus tacones se lo permitían.
—¿Qué pasó? —dije frunciendo el ceño.
Temí por un momento que la condición de Susana hubiera empeorado.
—Miren —señaló el exterior a través de una ventana.
Me incorporé y miré hacia el lago. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y se me erizaron los vellos de la nuca.
—¡No puede ser! —exclamó Tamara que también se había puesto de pie y observaba la escena con horror.
Envueltas en cenizas, se acercaban seis balsas de madera cuyos integrantes vestían de negro. Distinguí en uno de los botes a una mujer con el cabello negro hasta la cintura junto a una niña que yo conocía muy bien. Crisy y mi madre nos habían encontrado. El terror me había paralizado por completo y no me dejaba pensar con claridad.
—Tamara, avisales a tu padre y a los demás —ordenó Ailén.
Mi novia observaba a Crisy y a mi madre y su rostro estaba tan pálido como la muerte misma.
—¡Rápido! —gritó Ailén.
Tamara pareció reaccionar y salió corriendo de la biblioteca. Las cenizas danzaban amenazantes en el exterior anunciando el cumplimiento de mis peores pesadillas. La puesta del sol teñía el cielo y el lago de una inquietante tonalidad rojiza.
—¡Vamos! Te llevaré con mi abuelo. Él sabrá qué hacer hasta que pueda llegar Andrés —dijo Ailén y me arrastró de la mano.
Me llevó a través de la biblioteca, luego pasamos por la recepción y el salón comedor. Detrás de cada ventana por la que pasábamos podía distinguir al séquito de mi madre cada vez más cerca. El hotel parecía vacío y estaba envuelto en silencio. Me pregunté si ese sería el preludio del final de mi vida.
Corrimos por un pasillo que llevaba a las cocinas y llegamos al contrafrente del hotel por una salida de emergencia que jamás había visto. Las cenizas nos recibieron y nos hicieron toser. Mantener los ojos abiertos era un gran desafío.
El bosque de coníferas que rodeaba el hotel estaba en completo silencio y la bruma se deslizaba con solemnidad por las laderas de las montañas.
—Intentemos salir sin que nos vean. Llevemos el bote de Tamara al agua —añadió Ailén, señalando la pequeña balsa que estaba apoyada junto con sus remos sobre la pared.
La acomodamos en el suelo y colocamos los remos en su interior. La levantamos entre los dos con bastante dificultad. Era más pesada de lo que parecía, pero la única escapatoria que teníamos era salir por el costado de la isla intentando no ser vistos.
—¡Rápido! —apremió Ailén, intentando desenterrar los tacones de la tierra húmeda.
Entre el esfuerzo y las cenizas respirar se hacía casi imposible. Podía escuchar las voces y las pisadas de mis enemigos que acababan de llegar a la isla.
Ailén tropezó y ambos perdimos el equilibrio. Solté el pesado bote. Los cortes en mis muñecas se volvieron a abrir y la piel de mis manos y de mis rodillas se rasgó al caer sobre el terreno irregular.
Ailén gritó de dolor cuando la balsa aplastó su costado izquierdo. Estaba seguro de que la habían escuchado. Me incorporé con dificultad y ayudé a la joven que estaba tan magullada como yo. Escuché pisadas detrás de nosotros justo cuando acabábamos de volver a levantar la balsa.
Estábamos a unos pocos metros del agua, pero por desgracia nuestros perseguidores fueron más rápidos que nosotros. Soltamos el bote, que cayó con un fuerte estruendo. Tomé un remo y Ailén me imitó. Ya no tenía sentido huir. Teníamos que pelear.
Tres hombres mucho más grandes que yo nos alcanzaron. Agité mi remo con fuerza, para asustarlos. Sabía que era mi vida o la de ellos y no estaba dispuesto a rendirme sin pelear.
Uno de los hombres se acercó hasta Ailén y ella blandió su remo como si fuera una espada, pero él detuvo el golpe con el brazo y se lo quitó. Desarmada e indefensa, Ailén gritó y su voz se quebró antes de que aquel despreciable ser golpeara su cabeza con toda su fuerza.
—¡Nooo! —grité desesperado y con la mirada nublada por las lágrimas.
Ailén cayó con un ruido sordo y un charco de sangre comenzó a extenderse a su alrededor. Me lancé hacia la bestia que llevaba en las manos el remo con la sangre de mi amiga, pero me esquivó y asestó un golpe en mi hombro que me derrumbó.
El dolor era insoportable y no podía mover el brazo derecho. Intenté incorporarme con las mejillas cubiertas por lágrimas de ira y de dolor, pero me inmovilizaron. Uno de ellos sacó una cuerda de su mochila y me ató. Mientras soltaba patadas e insultos, me arrastraron por el bosque hasta uno de los botes en los que habían llegado.
Amaia sonreía satisfecha. Subió junto con mi hermana y dos acompañantes a una de las balsas y se alejaron de la isla. El bote en el que me llevaban la siguió, al igual que los otros cuatro.
Había perdido mucha sangre y me sentía débil y mareado. Observé el hotel, pero al no encontrar ningún rostro conocido todas mis esperanzas se desvanecieron. Sentí cómo se me encogía el corazón. Tal vez Tamara y mis amigos habían sufrido la misma suerte que Ailén. Estaba absolutamente solo. Sentí que las fuerzas que me quedaban para luchar abandonaban mi cuerpo. El entorno se volvió negro y me rendí a las fauces del inconsciente.