- Es imposible que no tengas la más remota idea de dónde está nuestra hija.- exhaló Aria desde su sofá de cuero de bisonte.
- ¿Acaso tú misma no solías escaparte por días después de insoportables misiones?- dijo Harreck mientras luchaba entre seguir con sus asuntos en el escritorio o robarle un beso y algo más a su esposa.
- Me escapaba contigo, pervertido.- sonrió y siguió pasando las hojas de su ejemplar de Jet-Set.
Sus ojos castaños brillaban con el pasar de las hojas repletas de fotos y chismes, pero por dentro su corazón estaba en llamas por dos de sus grandes amores.
Aunque su corazón de madre estaba casi un cien por ciento segura de dónde podría estar su hija, comprendía que después de la traumática experiencia reciente, ella necesitaba sanar en soledad.
Al haber intentado buscar venganza por mano propia, Lucretia había resultado gravemente lastimada y necesitaba oxigenar su personalidad dramática para seguir con el siguiente capítulo de su vida. Le aliviaba saber que pese a que a sus ojos aún era una niña, era en realidad una mujer tenaz que le sacaría los ojos al mismo Keteh Merirí con sus propias manos. Sin embargo, la angustia de saberla en apuros, sin saber cómo socorrerla, aprisionaba sus deseos de lanzarse sobre su esposo.
Este par siempre encuentra sosiego cuando se convierten en uno.
Harreck se quitó sus anteojos de lectura.
Como un taciturno felino, se acomodó en un rincón sofá y apretó suavemente uno de los gemelos de Aria, quien miró desafiante.
- Sabes que nuestra hija está sana y salva.
Harreck asintió y tomó el ejemplar de Jet-set.
Como si se tratara de un manuscrito sagrado. Ubicó la revista sobre el escritorio junto a los textos incas antiguos que pretendía descifrar para dar con una de las herederas de los dioses. Otra criatura que, como sus hijas, tuvo que crecer incauta de su poder.
Antes de que volviera a su presa, una punzada de dolor perforó su frente.
Apoyó sus manos sobre el escritorio.
Aria salió como un bólido del sofá a su amado. Abrazó su cintura fuertemente.
Él apretó sus puños hasta que el dolor cesó.
El rostro agobiado de su gemelo vino a él como un fantasma.
Aunque su esposa no podía ver lo que él, era capaz de percibir algo de su dolor. Necesitaba apartarla o serían dos seres en dolor. El cuerpo y alma de al menos uno de los dos debía estar más fuerte para apoyar al otro.
-Te espero en el jardín, amor mío.
Dijo Aria al sentir que Harreck estaba a punto de pedirle que se retirara mientras su episodio pasaba.
Alguna vez se rehusó a alejarse cuando aún estaba a tiempo y el resultado fue devastador, perdieron a su primer bebé.
A medida que la presencia de Aria se alejaba, su dolor aumentaba, pero era necesario dejar que sus carnes sintieran la totalidad de lo que su hermano estaba viviendo:
La imponente figura de Petrus, quien medía poco más de seis pies de altura, al igual que Harreck, pero cuyo cuerpo era levemente más robusto, luchaba contra una fuerza invisible en algún lugar más allá de las estrellas. Un penetrante sonido grave semejante al de las trompetas del gran juicio acompañaba la escena.
La espesa cabellera azabache del gemelo Harkönnen era una espesa sombra que se unía a los tonos morados del entorno celestial.
Harreck agudizó sus sentidos para identificar el ente invisible.
Un grito desgarrador de soprano distrajo a Petrus y el ente, que ahora era una forma femenina rodeada de un halo de luz roja escarlata, lo tomó del cuello con lo que parecía ser un látigo de fuego y lo arrastró a las profundidades de unas aguas negras.
Perdió total visibilidad.
Silencio absoluto.
Los latidos de su corazón eran tan fuertes que creyó que su bombeante órgano iba a saltar al otro lado del universo conocido.
"No hagas nada." Advirtió una voz de tenor que lo rodeó con un calor paternal que hacía siglos no sentía.
De entre las aguas un halo de luz azul marino que se movía a modo de espiral sin alterar el profundo negro se incorporaba a ese cuadro divino.
Harreck obedeció. No hizo nada y se dejó llenar de la energía sanadora que desprendía esa luz.
De lo profundo de ese océano, un macizo hombre de tez morena emergía con su hermano Petrus.
La luz azul que ahora desprendía calor abrazó a los dos hombres y los llenaba de vida.
El hombre de moreno se transformó en una bola de luz celeste y se elevó hasta que no pudo ser vista.
Los ojos verdes de Petrus miraron fijamente a la luz azul que danzaba y su rostro se tornaba más joven, más tranquilo.
El corazón de Harreck se alegró e intentó tocar esa luz bailarina, pero no podía moverse.
Su cuerpo inerte comenzó a hundirse en contra de su voluntad, mientras que su hermano nadaba hasta la superficie con una agilidad sobrehumana.