Pasó entonces otra semana y el mundo parecía haber recuperado su resplandor. Ese día, lucía mi vestido recién lavado con orgullo mientras balanceaba mi cesta de pan camino al palacio. Llamé siguiendo una sintonía a la puerta que me parecía menos mohosa que nunca. Cuando me reencontré con la cara de pocos amigos de Leonetta, la saludé con alegría y le pedí la mantequilla que recordaba que me había encargado el signore. Con mala gana me la puso junto un cuchillo dentro la cesta y volvió a sus quehaceres. Leonetta era la encargada de la cocina y estaba realmente molesta con que trajeran cosas de fuera del palacio que ella podía hacer a la perfección. No existía posibilidad alguna de que yo llegara a caerle bien a aquella mujer. Aunque tampoco era algo que me quitara el sueño.
Dejando atrás a la iracunda cocinera, me adentré en los pasillos del palacio. Mientras daba vueltas, me crucé con la mujer rubia con la que había visto al signore Blaire en mi primer día. La saludé con una cuidada reverencia mientras ella me lanzó una mirada amenazadora que me produjo un escalofrío que me recorrió de arriba a abajo. Aquella mujer parecía no haberse tomado bien que hubiera truncado su momento de diversión.
En cuanto perdí de vista a aquella mujer me acordé de un pequeño problema del que no me había dado cuenta hasta entonces: se me había olvidado preguntar cómo se llegaba a la biblioteca. No sé cuánto sabrás sobre palacios, pero es muy fácil perderse en ellos. Y mi orgullo no me iba a dejar volver sobre mis pasos para preguntarle a Leonetta. Y, por si fuera poco, a esas horas seguía sin haber nadie por las galerías a quien poder pedir indicaciones. Así que empecé a vagar por el palacio abriendo todas las puertas que parecían lo suficientemente llamativas como para no ser habitaciones. Busqué y busqué hasta que finalmente me topé con una imponente puerta de madera en mitad de un pasillo.
La abrí con cierta dificultad y finalmente lo encontré. Leyendo en un sillón cuidadosamente tapizado, con la mirada perdida en las páginas como si el paso del tiempo lo ignorara. Lo había encontrado. Llamé a la puerta para anunciar mi llegada.
—Buenos días —me saludó con una alegre sonrisa enmarcada por su barba.
Parecía que, o no se había percatado de mi retraso, o realmente no le importaba. Le di los buenos días con dulzura y puse la cesta al lado de una mesita que había junto al sillón con un plato ya preparado para recibir el pan. Como no me dijo lo contrario, empecé a preparar el pan para ponerlo en el plato. Había que aprovechar que milagrosamente aún no se había enfriado.
El silencio inundaba la habitación, pero no era algo incómodo y me permitió contemplar tranquilamente la biblioteca. Aquella habitación me fascinaba. Estaba decorada solamente por estanterías repletas de toda clase de libros que escondían conocimientos a los que yo no podía acceder. Para mí era un lugar prácticamente sagrado.
Entonces, mis ojos me llevaron a curiosear lo que él estaba leyendo. Parecía un libro bastante caro con hermosas ilustraciones que yo no era capaz de entender.
—¿Quieres leerlo? —me preguntó de repente.
Yo me sobresalté y dejé caer uno de los trozos de pan. Me había asustado y me sentía avergonzada por haber sido descubierta. Eso no era lo que se suponía que debía estar haciendo. Debía estar trabajando. No sabría decirte la de veces que le pedí perdón con la voz que no dejaba de temblar por miedo a un despido inminente. Pero para mi sorpresa, él me miró con una cálida sonrisa y me indicó que podía acercarme para ver mejor el libro.
—Pero yo no sé leer. —Le acabé confesando con cierta vergüenza.
—¿Te gustaría aprender?
El brillo de curiosidad que apareció en mi mirada hizo que él decidiera que quizás yo tenía cierto potencial que podía estimular. Me estaba abriendo las puertas a un mundo tan amplio que me llegaría a marear al principio, pero acepté su ofrecimiento sin pensarlo. El primer paso para llegar a alcanzar la nobleza era estar a su nivel intelectual o al menos aparentarlo. Eso era lo que mi conde siempre me decía.
—Muy bien —afirmó mientras cogía uno de los trozos de pan del plato—. Pues la semana que viene tendrás tu primera lección. Y no vuelvas a llegar tarde.
Nunca antes una semana se me había hecho tan larga. La noche antes de la siguiente entrega, además, no era capaz de dormir. Tenía tanto miedo de quedarme dormida que era incapaz de conciliar el sueño. Iba a aprender a leer. No conocía a nadie de mi entorno que supiera leer. Era espléndido. Casi como una bendición.
No sabía cómo podía ser realmente eso de leer. Quizás era demasiado complicado para mí y no era capaz de entenderlo. Obviamente, yo no era de la nobleza y quizás mi cerebro no estaba hecho para tareas complicadas. Pensamientos de ese tipo no dejaban de atormentar mi cabecita mientras veía como la luna atravesaba el firmamento.
Antes del amanecer, ya estaba más que lista para salir, esperando con impaciencia a que el pan se acabara de cocer. De las ansias, recuerdo que incluso me quemé las manos para llenar la cesta lo antes posible y salir ante la incrédula mirada de mi adormilada familia.
Ese día no llegué tarde. Entré en la cocina y Leonetta me tenía preparada la mantequilla para no tener ni que mirarme mientras se encargaba de sus cosas. Ya sabía llegar a la biblioteca así que no tuve ningún problema para estar allí justo a la hora a la que tenía que entregarle el pan al signore Blaire.
Al entrar en aquella sala habitada por el conocimiento que estaba a punto de descubrir, él ya me estaba esperando con un pequeño libro, sentado en un sillón. Le di los buenos días y le preparé el pan tal como lo hice la semana anterior.
—Puedes sentarte. —Señaló el sillón que había a su lado.
Con algo de temor, trepé hasta lo que para mí era el asiento más blandito y cómodo en el que me había sentado en mi vida. Cuando conseguí sentarme correctamente, el signore Blaire abrió el libro y lo puso a mi lado.