El precio de la inmortalidad

Capítulo 11

Al fin había retomado mi rutina de estudios y mis ganas de conocimiento no hacían más que aumentar. Mi cabeza era una esponja que solo quería más y más.

Mis padres, por su parte, parecían menos molestos porque no estuviera por las mañanas. Como ahora tenían a alguien más para trabajar allí, mi ausencia no se hacía notar tanto. Menos mal, al menos mi cuñada servía para algo.

Como era de esperar, mi regreso no fue del gusto de todos, además de Leonetta, también notaba el mal recibimiento por parte de Silvia, que, por cierto, había sido la única a la que no había echado de menos en todo ese tiempo. Se la notaba claramente sorprendida por mi vuelta. Al parecer nadie la había avisado de que el regreso de Mihael, también significaba el mío. Al menos no había olvidado que debía mantenerse alejada de mí por su bien.

Todo había vuelto a la normalidad. Las semanas pasaban rápidamente y no hacía más que mejorar cada día. Mi regreso me había llenado de entusiasmo. Pero, como era de esperarse, las cosas se empezaron a complicar.

—¿Qué te parece si ponemos un poco más de dificultad? —Me retó Mihael con cierto tono divertido.

Yo siempre aceptaba cualquier reto que me presentara. Me gustaba que me desafiara y me gustaba más conseguir demostrarle que era capaz de superar todo lo que me pusiera por delante. En aquella época, nos habíamos centrado mucho en el estudio intensivo del latín. Conversación, lectura, redacción... Todos los aspectos de la lengua. Y eso es lo que él quería que practicara incluso más. Su objetivo era que lograra hablar latín con más fluidez incluso que con la que hablaba en italiano.

Desde entonces, todas mis clases y la totalidad de nuestras conversaciones pasaron a ser íntegramente en latín. No te voy a negar que, al principio, mi cabeza dejó de funcionar. Tenía que acostumbrarme a expresarme de la mejor manera posible en un idioma que aún estaba aprendiendo. Me costó empezar, me costó mucho, pero no me quedó otra que espabilar. Si de mi boca salía alguna palabra en italiano, no recibía respuesta por su parte.

—Una señorita debe dominar el latín a la perfección —me recordaba siempre—. Así que, aunque cueste, tienes que esforzarte.

Esas palabras siempre me hacían recordar a lo que estaba aspirando y que las cosas solo se conseguían con esfuerzo. Salir del fango no era una tarea sencilla.
 

Y hablando de fango. Desde que éramos uno más en casa, las cosas habían cambiado mucho. Mis padres y mi hermano estaban más que encantados con la que se había convertido en mi sustituta. Y eso estaba bien, no te confundas. Lo que no estaba tan bien era que mi queridísima cuñada, a la que parecía querer todo el mundo, se había impuesto como objetivo personal el convertirse en mi mejor amiga. Al parecer, no tenía nada mejor que hacer con su vida.

Mi familia ya le había dicho muchas veces que desistiera, que yo era una causa perdida y que a esas alturas ya solo se conformaban con que obedeciera y no causara demasiados problemas. ¡Ojalá esa testaruda les hubiera hecho caso! Ella tenía metido en la cabeza que, como tampoco nos llevábamos tantos años, conseguiría que me abriera más a aceptar las cosas buenas que, según ella, tenía nuestro asco de vida. Había sido un error de consecuencias legendarias el haber abrazado a la chica de palacio. Esa nimia muestra de cariño había conseguido grabarse en su mente. Había visto que yo no era solo un ser movido por la tristeza y quería sacar a relucir esa alegría que vio una sola vez.

Su obsesión se convirtió en mi perdición. Desde que me levantaba hasta que me iba a dormir había días en los que parecía mi sombra. ¡Menuda pesada! Me preguntaba por mi día, me preguntaba por mis aficiones, me llegó a preguntar qué soñaba por las noches. ¿Qué esperaba que le iba a contar si teníamos la misma vida? Para empezar, la falsedad le rezumaba por los poros y se veía a la legua que preguntaba por cumplir. Que eso era lo que le habían enseñado que había que hacer para caerle bien a la gente. Y, además, como le hablase de mis estudios, destaparía el motivo por el que pasaba tanto tiempo en palacio. Y estaba claro que ni le parecería una buena idea, ni entenderían por qué me fascinaban tanto los estudios además de que se lo contaría a mis padres.

La hora de lavar la ropa era, sin duda, lo que más odiaba. Íbamos con mi madre y no sé cómo siempre acababa entre las dos mientras comentaban con mucha alegría cotilleos que me parecían completamente intrascendentes. Lo que me alegraba de ser pobre en esos momentos, al menos no había mucho que lavar.

Menos mal que tenía mis clases semanales para hacerme olvidar la realidad en la que vivía. Sólo quería que fuera para siempre, pero la vida no funciona así.

—Me voy el mes que viene —anunció mi conde de repente.

—¿Y cuándo vuelve? —le pregunté, segura de que sería como la última vez. Que él volvería a mi lado.

—No creo que vuelva.

El carboncillo con el que estaba escribiendo se resbaló de entre mis manos. Sentía como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Y mi cuerpo empezó a temblar como si a mis pies se hubiera desatado un terremoto. ¿Era real lo que me estaba diciendo? Las palabras "no creo que vuelva", me atravesaron el corazón como si se trataran de afiladas flechas. Juro que mi corazón dejó de latir durante varios segundos.

—Pero podrías venir conmigo.

Aunque había soñado mil veces con aquella proposición, que realmente tal ofrecimiento saliera de sus labios, fue algo que no supe manejar. No era capaz ni de contestar. Me sentía una completa idiota. Todo mi cuerpo temblaba y no era capaz de articular ni una palabra entendible. El reloj de la biblioteca no dejaba de sonar mientras nosotros nos habíamos quedado mirándonos mutuamente, completamente estáticos. Mis ojos castaños se habían perdido en el dorado de su mirada.

—Tienes tiempo para pensarlo, no te preocupes. —Una sonrisa comprensiva se esbozó en su rostro.




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