El día de mi mutatio, el castillo estaba lleno de vida y movimiento. Yo no había dormido nada porque no quería perder la oportunidad de ver el último amanecer y último atardecer de mi vida. Desde entonces no he vuelto a ver el sol y ahora, tantos siglos después, la visión de esa gran estrella descendiendo tras las montañas sigue grabada a fuego en mi mente.
En cuanto la luna cogió el relevo, empecé a ver desde mi ventana como decenas de carruajes engalanados llegaban a las puertas del castillo, descargando un gran abanico de invitados igual de arreglados que sus transportes. Me moría de ganas de saludarlos, de ser parte de aquella sociedad, pero no me estaba permitido acercarme a nadie hasta que todo acabase. Aún no tenía permiso para salir. Debía esperar en mi habitación mientras los nervios me iban comiendo cada vez más esperando a que pasara algo de lo que solo tenía los detalles justos.
Anca entró en mi habitación cargada de cosas mientras yo suspiraba mirando desde la ventana. Casi no se la veía entre su baja estatura y todo lo que cargaba. Dejó todas las cosas en una de las butacas de la habitación y me miró a los ojos con esa expresión cálida que siempre me brindaba. La misma que había heredado su hija menor.
—Ya está casi todo listo, señorita —me informó, con un toque de emoción en su voz mientras empezaba a cambiarme de ropa—. ¿Está nerviosa?
—Un poco —confesé con cierto rubor en mis mejillas—. No sé realmente qué va a pasar.
Lo único que me había dicho Mihael era que habría mucha gente, que me volvería una immortalis y que luego habría una fiesta. No sabía nada más. Normal que me subiera por las paredes de los nervios.
—Ante todo, debe relajarse, señorita. Cuanto más nerviosa esté, más incómodo va a ser para usted. Pero, si se relaja, el proceso será completamente indoloro.
En lugar de calmarme, sus palabras me pusieron mucho más nerviosa. ¿Cómo que indoloro? A mí nadie me había dicho que iba a doler. No tenía ni idea de lo que iba a pasar a lo largo de la mutatio, pero no me gustaba para nada la idea de sentirme incómoda o de sufrir con lo que fuera a pasar. Cuando vio que se me empezó a descomponer la cara, Anca intentó tranquilizarme.
—Sé que el conde la va a tratar muy gentilmente. Es todo un caballero.
—Sí que lo es —suspiré con cierto alivio.
Mientras yo me ponía cada vez más inquieta, Anca volvió a la butaca para traer una tela que parecía volar con el simple contacto del aire. Anca me envolvió con una sencilla toga de lana: sin vuelo, sin volantes, solo una tela alrededor de mi cuerpo con unas adelfas doradas bordadas en el bajo de la falda y un broche del mismo color que las flores en el hombro izquierdo para evitar que la tela me dejara al descubierto si caía. Una vez vestida, me pude delante del espejo mientras Anca me daba los retoques finales. Me costó reconocerme cuando vi mi reflejo en el espejo. Ni las ropas que me había acostumbrado a llevar esos años ni las que había llevado el tiempo que vivía con mis padres eran tan cómodas y livianas como lo era aquella toga. Demasiado ligera para el frío castillo Blaire, eso sí. Llevar solo un paño de tela en invierno por mucha lana que fuera no era lo más recomendable si quería evitar problemas de salud.
Mientras tarareábamos una de las canciones que Anca me había enseñado para intentar distraerme, empezó a hacerme un discreto recogido en el pelo, dejando, por si acaso, mi cuello a la vista. Ya solo faltaban los accesorios: unos pendientes, una cadena en el cuello y unas pulseras, todo de oro.
—Ya casi hemos terminado —anunció.
Cuando pensaba que ya estaba lista, me puso un abrigo blanco de piel que me cubría por completo que agradecí enormemente. El frío del castillo parecía no ser capaz de penetrar la capa de piel que me cubría. Unas sandalias con las que evitaba seguir pisando el frío suelo de piedra del castillo fueron el toque final. No es que abrigaran mucho, pero era mejor que ir descalza.
—Ya está —concluyó, mirándome como una madre que observaba a su hija antes de casarse—. Está preciosa señorita, parece una reina.
Queriendo comprobar si estaba en lo cierto o solo estaba exagerando, me giré para mirar de nuevo mi reflejo. Con aquel conjunto me veía muy muy diferente, pero me veía bien. Como aquellas estatuas de diosas sobre las que había estudiado. En efecto, más que como una reina, me veía como una auténtica diosa.
—Esta es la ropa tradicional que deben llevar las mujeres en estas ceremonias. Todas las damas Blaire han llevado este vestido en su momento— me explicó mientras abría la puerta de mi habitación.
Era hora de irse.
Caminé temblando como un pequeño pudin engalanado por aquellos pasillos que ya conocía de memoria, hasta llegar a las escaleras imperiales que repartían las alas del castillo. A ambos lados, dos puertas más altas que cualquier persona que conocía, camufladas como cuadros se habían abierto para ofrecerme la entrada a una escalera de piedra. Siempre que pasaba por allí, me quedaba mirando aquellos cuadros. Dos planchas de madera a sendos lados de las escaleras, con dorados fondos y figuras planas: uno de los cuadros, simbolizaba la ceremonia con los tres hermanos y los dioses Reneutet y Min observando el ritual; el segundo, esos mismos dioses parlamentaban con el dios Asar para que bendijera la buena voluntad de aquellos hermanos. Anca se me adelantó y, con la ayuda de un candelabro guió mi camino por aquellos peldaños pobremente iluminados con unas pocas velas cuyos esfuerzos por iluminar eran completamente inútiles. Al final de las escaleras, nos esperaba el sótano del palacio, la única estancia que aún no había tenido el privilegio de visitar.
Aquel sótano estaba compuesto por una sola habitación a la que se llegaba tras atravesar un vasto pasillo que concluía en un gran portón. Antes de entrar a aquella habitación, Anca me quitó el abrigo. Debía asistir a la ceremonia solo con la toga. El frío que venía de la puerta me atacó en cuanto me desprendí de la protección del abrigo.