El precio del engaño

Capítulo I. Pareja se busca

Una mañana como cualquier otra, esas que pasan desapercibidas, las que se tiene el gusto de disfrutar sin más del sol que entibia generoso, de los aromas a pan recién horneado y los perfumes que se mezclan conforme la marea de gente va y viene sin solución de continuidad, algo estaba por suceder, algo insólito e inédito que sacudiría el universo de todos los involucrados.

Alrededor de las diez, apurada por llegar a tiempo a su cita del mediodía, Silvana Ruarte, más conocida como la reina de los bienes raíces, se disponía a abandonar la peluquería cuando, literalmente, chocó contra una señorita que pretendía ingresar, colisionando de forma brusca. Una vez repuestas, tras haberse disculpado casi por inercia por el encontronazo casual, se percataron de que sus rostros eran más que familiares y compartían un pasado turbulento que, sin quererlo, estaba por invadir la realidad.

—Que la tierra me trague si mis ojos me engañan —dijo Mónica abriendo enormes sus ojos cafés.

—Bueno, tus ojos te engañaron muchas veces —ironizó Silvana—, pero supongo que esta vez están mirando en la dirección correcta.

—Pero si es la mismísima Silvana Ruarte.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó casi con desdén—, no lo tomes a mal, no pretendo ser grosera, pero tengo prisa; el deber llama.

—A decir verdad, si tienes un minuto, me gustaría que conversáramos un poco.

—Tal vez en otra ocasión.

—¿Cuánto tiempo más continuarás escapando? —indagó como una puñalada.

—¿Disculpa?

—Llevas años escondiéndote —ratificó—; ¿no crees que ya es tiempo de soltar el pasado y abrazar el futuro?

—No tengo idea de lo que estás hablando, pero te aseguro que…

—Escucha Silvana —carraspeó—, sé que las cosas no han ido bien entre nosotras, que algunos asuntos interfirieron en nuestra amistad…

—¿Te refieres a casarte con mi prometido? —interrumpió vehemente.

—Jorge no te amaba.

—Pero tú eras mi amiga —le recriminó.

—El amor no se elige.

—Me clavaste un puñal por la espalda.

—Entonces tengo razón, continúas resentida.

—Para tu información, me importa un bledo lo que ocurra con ese bueno para nada.

—¿Entonces por qué me atacas? —preguntó calzándose el traje de víctima indefensa.

—No te ataco, solo te recuerdo el motivo de nuestro distanciamiento.

—Si tu prometido me eligió a mí, fue porque tú no lo satisfacías, no puedes culparme —replicó con marcada ironía, casi con malicia.

—En verdad deseo que sean muy felices; son tal para cual.

—Entonces no tendrás problemas en asistir a la reunión de egresados, el sábado 14.

—Lo lamento, ya tengo un compromiso —se excusó sin rodeos.

—De acuerdo, continúa escurriéndote por los caminos de la deshonra.

—¿Deshonra? —reviró.

—Todas dicen que aún continúas enamorada de mi marido y que por eso dejaste de asistir.

—Eso es absurdo.

—Eres una mujer bonita, adinerada, exitosa; pero sin embargo continúas solterona porque no puedes quitártelo de la cabeza —la increpó sin miramientos—. Créeme, las malas lenguas dicen que pasas los fines de semana llorando, tirada en un sillón, ahogándote en chocolate, mirando películas cursis con finales felices muy diferentes al tuyo.

—¿Escuchas lo que dices?

—No soy yo quien mantiene esa teoría.

—Para tu información, no soy ninguna solterona.

—¿De verdad?

—A diferencia de ti, que te conformaste con tan poca cosa, con el primer perrito faldero que llegó a tu puerta, yo sí fui capaz de bucear en el océano turbulento de los escasos pero buenos partidos —retrucó.

—¿Sigues sola, verdad?

—Solo dame la dirección y la hora.

—Es mi casa, como siempre, alrededor de las 19 hs.

—Entonces ahí estaremos —contestó clavándole la mirada.

—Oye, no quiero que te sientas mal, de todos modos el motivo de la reunión es para divertirnos y no para ufanarnos de lo buena que ha sido la vida con alguna de nosotras.

—¿Y ahora de qué hablas? —preguntó frunciendo el ceño.

—¿Recuerdas a Paola Monarris?

—¿La pelirroja que dejaron plantada en el altar?

—¿Y a Yanina Monterrey?

—¿La que se enteró que su marido la engañaba con su madre y hermana?

—Esas mismas —asintió—. Si ellas acuden a todas nuestras reuniones con la frente en alto, tú no deberías…

—¿Me comparas con esas perdedoras? —interrumpió boquiabierta.

—Solo digo que no tienes nada de qué avergonzarte. Sin ir más lejos, Alejo Muriega, también viene solo desde que encarcelaron a su esposa por robar vestidos de una importante firma internacional.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.