2 de Marzo de 2014
Como hacíamos todos los domingos, Jacqueline, Jasmine y yo nos reunimos en la habitación de mi hermana menor, nos sentamos en su cama en dirección a la gran ventana que ese día nos ofrecía un paisaje gélido y apático y bebíamos algo caliente. El cielo estaba gris y olía a tierra mojada. Llovía. No había parado de hacerlo desde que había amanecido. Los árboles estaban empapados. Me encantaba fijarme en silencio en las gotas de lluvia que caían desde una hoja a otra hasta tocar el suelo y hundirse en la tierra húmeda. El viento soplaba y balanceaba los árboles que habían parecido tan duros esos días atrás, y sin embargo, bailaban a merced del viento. Los pájaros no volaban en esa tarde de invierno —a punto de finalizar—, aunque los escuchaba cantar sus cancioncillas, pero no los veía volar. Y el viento soplaba más y más y agitaba las ramas de los árboles con vehemencia, dando una sensación de que se iban a caer sobre sobre nosotras.
Miré de reojo a Jasmine, que estaba sentada en el centro. Tenía la mirada perdida en el paisaje, así como había estado yo hacía unos momentos, y sus lánguidos dedos rodeaban la taza de té blanca con esfuerzo, mientras ésta desprendía una masa de humo blanco debido a su temperatura. Ellas debían admitir que cada vez mis cafés, tés y demás me salían más deliciosos. De algo tenía que servir prepararlos ocho horas y media al día, seis veces por semana desde hacía unos cuantos meses. Nunca habría podido imaginar que trabajar en ese Starbucks podía ser tan agotador. Mi espalda, al final de cada jornada, acababa resentida y apenas me permitía asistir a las clases de yoga de mi amiga.
Desvié la vista de mi hermana menor y me centré en Jacqueline, que me sacaba dos años. Las tres nos parecíamos bastante, pero era más evidente la similitud entre Jasmine y yo. La verdad que haber nacido siendo la hermana mediana no me había supuesto ningún trauma —no al menos en exceso—, como se suele pensar. Fui criada con la misma atención y disciplina que fueron criadas ellas dos, aunque eso también es gracias a mis padres: Julie y Franklin Bellec. No tengo nada que reprocharles, no al menos en el pasado. Ambos habían pasado su vida para conseguir lo que teníamos; un hogar humilde —no nuestro del todo pero casi—, una buena educación y un nivel de vida estable —al menos antes de la enfermedad de Jasmine—. Todo eso había sido antes.
En ese momento la situación era más complicada. Los tratamientos de la enfermedad de Jasmine eran caros, y el dinero no era suficiente para suplir todos los gastos que teníamos, entre ellos la carrera universitaria de Jacqueline y mi plaza en una academia de moda. Nuestros estudios se habían suspendido por un tiempo indeterminado, aunque no definitivo. Jacqueline y yo entendimos sin necesidad de explicaciones profundas que debíamos contribuir para que todo saliera bien. Por ello yo comencé a trabajar en un Starbucks y Jacqueline comenzó a trabajar en la clínica dental de su suegra como ayudante.
—Esta puta mierda está deliciosa, joder. Un aplauso para Josephine.
Jasmine y yo miramos a Jacqueline que, tras pronunciar aquellas palabras, continuó bebiendo de su chocolate caliente. Tras unos segundos de silencio, las tres comenzamos a reír.
—No casa demasiado el término puta mierda con deliciosa, pero eres tú y entonces cobra todo el sentido —dijo Jasmine entre risas.
—Es cierto —opiné con una carcajada sonora.
Jacqueline miró su reloj de muñeca y su cara se contrajo. Se levantó con celeridad de la cama y comenzó a ponerse los zapatos —torpemente— de pie.
—¿Qué haces? —preguntó Jasmine.
—Joder —masculló por el esfuerzo—. He quedado hace... diez minutos con Samuel en la esquina. ¡Joder!
Jasmine y yo nos miramos. No terminábamos de entender por qué Jacqueline llevaba un reloj de pulsera si apenas lo utilizaba, siempre acababa llegando tarde a todos los sitios.
—Me voy chicas —dijo tras estar calzada y mirarse al espejo para peinarse con los dedos—, me ha encantado este domingo. Luego vuelvo. ¡No tardaré!
Apenas nos dio tiempo para despedirnos, pues cuando quisimos hacerlo ya escuchábamos los pasos apresurados de ella bajando las escaleras de la casa.