Eider
No podía negar que los bosques justo a las afueras del reino no eran maravillosos. Desde que eran pequeños los educaban para saber que todo lo que se hallara a las afueras de Nimue era más mundano, ordinario, débil. Por esa día arraigadas a las mentes de sus habitantes era que el cachorro Eider había sido enviado a las afueras. Más específicamente a los Bálticos del norte. Los feras odiaban el frío. Irónico pensando que el ochenta por ciento de su cuerpo está cubierto con pelaje suave. Habían sido los años más duros de su vida. Había visto morir mujeres y niños a causa del frío, había presenciado en persona de lo que eran capaces de hacer los seres por sobrevivir y había tenido que asesinar para lograr salir de ese maldito infierno. Finalmente su padre había pensado que su mente había logrado sanar de ideas "humanas".
Al llegar a una zona de acantilados Eider no pudo evitar descender de su caballo para apreciar una bella flor que crece salvajemente rodeada por malas hierbas. Colorida, tenaz y llena de vida. Quería que su pueblo pudiera ser así algún día, y no los monstruos salvajes en que se habían transformado. Quería tomar la flor y llevársela, pero hubiera sido muy cruel tomar algo tan lleno de esperanza y cortarlo para sentirse a salvo. Volvió a subir sobre Santilio admirando el vasto paisaje hasta que oyó como una rama estaba rota a lo lejos, advirtiendo del peligro aproximándose sobre él. El relincho de su caballo solo hizo más evidente que había presencias inesperadas cerca del lugar. Con delicadeza intentó calmar a su caballo y acarició su cuello mientras buscaba en todas direcciones algún indicio de forasteros. Al ver a un pequeño ciervo bebe que caminaba indeciso entre los pastizales su miedo se detuvo. Se rió al ser tan paranoico.
— Ya estoy empezando a parecerme a mi padre — bromeó en voz alta llamando la atención del animal quien al notarlo se asustó.
Eider entonces decidió bajarse una vez más de Santillo y con lentitud comenzó acercarse al joven siervo. Primero estiró su mano para que este pusiera alerta. Una señal de que podía darle su confianza. Eider no sería capaz de lastimar algo tan bello. Por lo menos el no. Cuando la criatura bajó la guardia el príncipe comenzó a acariciar su frente notando lo amigable que era.
— No deberías estar lejos de tu madre — advirtió al animal que al oír su voz decidió alejarse de él lo que desconcertó al fera.
Con una sonrisa en los labios vio como el venado comenzaba a saltar aún bastante cerca de él. Fue un momento muy encantador. Hasta que una flecha con plumas rojos se incrusto en la cabeza del joven venado salpicando los pastos con su oscura sangre. El animal comenzó a retorcerse al aún estar vivo, lo que hizo enfurecer al príncipe quien en un asco de compasión sacó su espada y la clavó en la garganta del pequeño, parando su sufrimiento. Antes de poder adoptar una pose de pelea hoyo como dos flechas salieron disparadas de una ballesta. La primera impactó en un árbol cerca de él. La segunda había sido más certera y había caído en su pecho del lado izquierdo. Con dolor cayó sin poder evitarlo al sentir como el lado izquierdo de su cuerpo comenzaba a sentirse diferente. Quería levantarse y pelear como un verdadero fera haría, pero el dolor proveniente de la fecha no lo dejaba. Pareciera como si estuviera bañada en veneno. Comenzó a retorcerse hasta que logró vislumbrar como cinco cuerpos se acercaban a él lentamente.
"Humanos", pensó despectivamente Eider viendo como todos llevaban armas.
Uno de ellos se acercó. Eider jamás pudo entender como era que los humanos lograban reproducirse con lo débiles y enclenques cuerpos, hasta los Narristi tenían el honor de ser mejores que los humanos. "Aunque no por mucho", discutió para sus adentros. Aquel humano era delgado, no demasiado al punto de provocar asco como si le había pasado con otros de su raza. Su cabello era un desastre y su piel era oscura al igual que sus malvados ojos.
Quería gritarles que se alejen, que lo dejaran en paz pero lo único que pudo hacer en aquel momento fue rugir como nunca antes lo había hecho. Su rugido no solo alejó a todas las criaturas que anduvieran alrededor del lugar, sino que había puesto en alerta a cada ser pensante que tuviera deseos de oro fácil.
— Miren como ruge el salvaje lobo — ironizó uno de ellos. Era joven, no debía tener más de veinte años.
— ¿Qué haces aquí sola, preciosa? — preguntó el delgado de ojos oscuros acercándose aún más a Eider.
El no respondió simplemente se quedó en el piso observando a los hombres riéndose de él como si fuera otro animal para cazar. Al ver como uno tomaba al joven animal muerto a su lado y comenzaba a zarandear algo dentro del príncipe lo hizo reaccionar y ninguno de los hombres pudo pararlo hasta que fue muy tarde. Utilizando sus garras tomó impulso y poniéndose en cuatro patas corrió hasta el hombre con el venado y de una sola mordida arrancó su cuello, probando por primera vez la sangre humana. Con asco la escupió sintiendo un sabor repugnante. Al desprenderle la vida sintió como sus músculos se rompían y como los huesos del cuello se rompían como si se tratara de una simple rama en el bosque.
— Mierda — se sorprendió uno de los hombres que cargaban una ballesta comenzando apuntarle a Eider, pero ya era muy tarde.
— ¡No lo dejen escapar! — se dirigió el delgado a sus hombres.
El hombre fera había comenzado a correr lejos de los humanos. Si no hubiera estado herido y envenenado probablemente lo hubiera logrado. Era uno de los feras más rápidos de Umrra, estaba muy consciente de ello. Pero ni la criatura más rápida del mundo era capaz de ganarle a los somníferos de la guardia real humana. Mientras intentaba correr su cuerpo simplemente colapsó. Primero sus brazos y luego sus piernas, hasta caer a la dura tierra. Quería pelear y su cuerpo no había sido lo suficientemente fuerte como para hacerlo. Jamás había sentido tanta vergüenza de sí mismo. Dio gracias a que había logrado caer de espaldas dejando la flecha intacta aún en su pecho.