El príncipe y el alquimista.

Capítulo 2

POV. Archie.

Me dolía todo.

El cuero cabelludo, la mandíbula, incluso el orgullo: ese pedacito de dignidad que siempre se niega a morir aunque todo lo demás ya esté en ruinas.

Desperté con el sabor del hierro en la boca y un dolor punzante en las costillas. Llevaba horas, quizá días —o semanas, o vidas— con los brazos atados a la espalda, un saco húmedo sobre la cabeza y la boca seca bajo la mordaza.

Algo me latía en la sien como un tambor desafinado. Estaba atado. Sucio. Y tembloroso.

Apestaba. A caballo, a sudor rancio, a miedo fermentado. A mí mismo.

La tela áspera del saco me cubría la cabeza. El sonido de una puerta resonó como un trueno. Y entonces, me arrastraron de nuevo. Escuché botas. Ecos. Voces murmuradas. Algunas tensas, otras emocionadas.

Alguien me empujó y caí de rodillas sobre un suelo frío de mármol. Se escuchó un golpe metálico. ¿Armaduras? ¿Guardias?

Y luego... silencio.

Una voz chillona anunció con dramatismo forzado:

—¡Majestad! Como prometimos... el hechicero del eclipse.

El saco me fue retirado de golpe, y una luz cegadora me cortó los ojos como cuchillas.

La luz me cegó.

Parpadeé entre lágrimas hasta que mis ojos lograron enfocar... al fantasma.

En el trono, rodeado de caballeros resplandecientes y cortinas tan finas que parecían hechas de niebla, había un ángel.

Un hombre brillante me observaba desde lo alto del trono. El cabello blanco caía sobre su frente como la nieve recién caída. Sus ojos grises eran tormentas embotelladas. Su sonrisa... esa sonrisa. Curvada, peligrosa. Como un depredador que acaba de recordar que tiene hambre.

No era un fantasma.

Peor.

Era un príncipe... y me miró como si ya supiera qué sabor tendría mi alma.

El príncipe levantó una ceja y luego se puso de pie. Su capa ondeó como si tuviera voluntad propia. Dio un par de pasos, teatrales, marcados. El salón entero pareció inclinarse hacia él.

—¿Eres tú? —preguntó con voz clara, tan reconfortante que por un momento olvidé que tenía el poder de decidir si moriría o no—. ¿Eres el sabio del eclipse? ¿O solo otro loco con frascos?

Intenté responder, pero la mordaza no lo permitió. Balbuceé. Me quejé como un ratón atrapado. El príncipe soltó una risa leve y chasqueó los dedos.

Dos guardias me liberaron.

El cuero de las ataduras se deslizó de mis muñecas. Mi piel ardía. La sangre zumbaba.

—No soy... no soy un sabio, alteza —dije con voz temblorosa—. Ni un hechicero.

—¿Naciste bajo un eclipse de octubre?

—Sí. Pero eso no me hace un brujo. Solo soy... un científico. Mal vestido, mal alimentado y con aún peor suerte.

El príncipe descendió del trono como un actor dispuesto a robarse la escena.

Sus botas resonaron con elegancia exagerada. Me rodeó, analizándome como si fuera una criatura en un frasco.

—¿Científico, eh? —sonrió, caminando en círculos alrededor de mí, con los brazos cruzados detrás de la espalda—. Mi reino sufre, está muriendo. Una peste invisible se traga a nuestro pueblo. Mi padre fue el último en caer. No quiero ver que más personas lo hagan.

Se detuvo frente a mí, me ofreció una mano, y cuando no reaccioné, se agachó como si fuera mi hermano mayor en una obra de teatro escolar.

—Te perdonaré todos tus pecados pasados, querido... Archie, ¿no? No tienes familia, ni amigos, ni lugar a dónde ir; por lo que me contaron —asentí, temblando—. Tendrás libertad, recursos ilimitados y comida caliente... a cambio de tu lealtad.

—¿Qué es... lo que se supondría que haga aquí? —balbuceé.

—Fabrica una cura... y te construiré una torre de oro. Fracasa... y reza para que a las ratas no les guste tu sabor.

Mis piernas intentaron huir sin mí.

—Yo... intentaré. Lo prometo.

Kai aplaudió una vez.

—¡Magnífico! Se le otorgará un espacio de trabajo y un mercader personal. Quiero una cura, Archie. O una obra maestra. Algo que la historia recuerde.

—Gra-gra-gracias, su majestad... —intenté ponerme de pie, fallé y me tambaleé como un borracho recién parido.

Una risa suave estalló en la parte superior del salón.

—¿Madre, hermanita? —dijo Kai, girando hacia las mujeres que observaban desde lo alto de los escalones—. ¿Dónde estaría más cómodo nuestro ilustre invitado?

Una joven —de sonrisa afilada y ojos brillantes— fue la primera en responder.

—Cerca de tu torre —dijo ella con sorna—. Así, si se vuelve loco, tú serás el primero en saberlo.

Abrí los ojos con el pánico reflejado.

Me congelé. Esperé la reprimenda. El grito. El castigo.

¿Así hablaban con el futuro rey? ¿Acaso no le temían? Me preparé para el sonido del castigo...

Pero en su lugar, escuché una carcajada melodramática, deliciosa y sin rencor.

—¡Esa! ¡Esa es la razón por la cual yo llevaré una corona y tú no! —le lanzó un beso exagerado con los dedos. Luego se giró hacia la reina—. Mamita, ¿qué dices tú?

La reina habló por primera vez, su voz suave como pétalos, pero tan firme que hizo callar al eco.

—Recomiendo el antiguo jardín de invierno —dijo, con voz de calma antigua—. Está contaminado, sí. Pero sería un buen lugar para empezar con la fabricación de nuestro futuro.

Kai sonrió con todos los dientes, y por un instante deseé no haber sido liberado. El príncipe se giró hacia mí con la sonrisa de un niño a punto de prender fuego a una colmena.

—Perfecto. Un laboratorio encantado para nuestro sabio encantador. Archie... tu laboratorio te espera.

Yo no estaba listo ni para pararme derecho. Pero asentí. ¿Qué más podía hacer?

—S-sí... majestad.

Entonces lo supe.

No había escapado de mis captores.

Solo había cambiado de jaula.

Y esta tenía ventanas.




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