Durante sus años gloriosos de juventud, Eduardo Martínez se había graduado de una de las universidades más prestigiosas de Punta Arenas, bajo la carrera de Pedagogía en Matemática. Era el mejor estudiante de la generación graduada en 1990, año en que la dictadura de Chile había llegado a su fin y el nuevo presidente era Patricio Aylwin. Martínez había sido elegido el mejor estudiante al haber obtenido las mejores notas académicas de su promoción universitaria. Uno de sus compañeros de carrera había sido Felipe Rodríguez, con la misma inteligencia pero con notas no tan sobresalientes como las suyas. Desde el primer momento que recibió buenos comentarios de parte de los profesores por su buen comportamiento y su gran habilidad para los números, Felipe se prometió a si mismo vengarse de él, estuvieran donde estuvieran y sin importarle nada más, que no fuera verlo retorcerse del dolor.
Al poco tiempo que se graduaron de la universidad, Felipe Rodríguez y Eduardo Martínez tomaron caminos separados, en colegios muy distintos. Rodríguez encontró su primer trabajo como profesor de matemáticas en un colegio religioso. A fin de mes, recibió un sueldo aceptable (casi $500.000) con el que podía pagar su comida y las cuentas de su casa.
Eduardo, en cambio, había recibido una gran oferta laboral en un colegio mixto y laico, donde le pagarían más de $700.000 a fin de mes, luego de trabajar ocho horas al día, cinco días a la semana. Con solo veintitrés años sobre sus hombros, Eduardo Martínez sabía muy bien cual era su horizonte en la vida: enseñar matemáticas de la mejor manera posible. No importaba cuantas veces tuviera que explicarles la materia a sus estudiantes: cuando se daba cuenta que todos habían aprendido a hacer los ejercicios, se sentía más que satisfecho.
Para Rodríguez ya era demasiado tarde. Su futuro se veía definido por su trabajo de treinta horas a la semana, un sueldo que no superaba los 500.000 cada mes y en su refrigerador no tenía más que unas cuantas salchichas de pavo (desde niño era muy fanático de estos embutidos), algunos trozos de queso mantecoso, un paquete de mantequilla y media docena de huevos, a punto de vencer.
De sólo pensar que su contrincante, Eduardo Martínez estaría teniendo una mejor vida que él, se le subían los humos a la cabeza y lo maldecía, mientras caminaba de un lado para otro por las dependencias de su departamento.
El mes que más le gustaba del año escolar era marzo. Nuevos estudiantes, nuevas oportunidades para que se superara a sí mismo y obtuviera más habilidades, a la difícil hora de enseñar.
Sin embargo, hubo dos grandes motivos por los que estaba desarrollando la fuerte decisión de abandonar al colegio religioso: 1) primero, sentía que el sueldo que le llegaba a su cuenta bancaria no era suficiente y 2) se sentía como un pez fuera del agua cuando entraba a la sala de profesores, en la hora de descanso y veía al resto del cuerpo de docentes. Le parecía que no hablaban de las mismas cosas que él o no leían los mismos libros que él adoraba leer.
A fines de 1995, después de haber trabajado cinco años en el colegio Los Alerces, Felipe se dirigió a la oficina del director, para presentar su carta de renuncia. El director Reyes, de sesenta años y con una cabeza calva, se sorprendió al recibir esta noticia inesperada. Felipe Rodríguez era un profesor excepcional y si se retiraba del colegio, iban a perder a un gran profesor. Entonces, se incorporó sobre su silla y le dijo:
-Está bien, Felipe. Puedes hacer lo que quieras. Solo espero que encuentres a un colegio tan bueno como este. Muchas gracias, señor- le dijo el profesor.
Más tarde, Felipe Rodríguez salía del colegio religioso para empezar con una nueva vida. Iba tarareando una canción de rock en inglés, cuando vio el letrero de una cafetería, que ofrecía todo tipo de bebidas calientes y postres altos en azúcar. Antes de entrar al lugar, vio su contorno a través del espejo, se arregló su corbata y abrió la puerta.
El mundo que reinaba en la cafetería era muy diferente al que había dejado de pertenecer hace algunos minutos atrás: las personas tomaban café y se reían con el resto de la gente que los acompañaba, el ambiente era cálido y cada cinco minutos una radio antigua transmitía una canción aleatoria. Rodríguez pidió una taza de capuchino, tostadas con mantequilla y un trozo de torta de frutilla. Estaba tomando un desayuno de campeones como no lo hacía hace más de cinco años, cuando sintió que alguien se acercaba hacia él. Levantó la mirada por encima de su hombro y giró los ojos al ver que era Eduardo Martínez, en vivo y en directo. Pensó en levantarse y vaciar su taza de café sobre su cabeza, pero no lo hizo, solo atinó a estrecharle la mano e invitarlo a que se sentara junto a él.
-Hace varios años que no te veía, Felipe. Cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida?
<<Cada noche me acuesto pensando en la mejor forma para matarte>> pensó él, pero tosió unos segundos, levantó la mirada y le dijo:
-Acabo de renunciar a mi lugar de trabajo. Estoy buscando algún colegio mejor que el anterior, para poder ejercer mi título de la universidad.
-¡Me alegro mucho! ¿Por qué no pides una vacante para trabajar en el mío? Se llama Sagrado Corazón y queda a pocos pasos del centro comercial.
Dicho esto, a Felipe se le prendió una pequeña luz de esperanza, dentro de su cabeza. ¿Qué tal si ese colegio al que Martínez se refería era el mejor lugar para que pudiera cobrar venganza?