El recuerdo de un amor

Capítulo 46

Dignidad.

Según el diccionario significa: respeto que se merece uno, pero, esa palabra ya no aplicaba en mi vida, porque ya no tenía dignidad, y quizás ni siquiera tenía una vida propia. Muchas personas pueden decir: pero sabías que era malo, no escuchaste a los que te querían ayudar, solo los alejaste, eres estúpida, y más blah, blah, blah. Y si, sabía que él era malo, también están en lo correcto de qué no escuché y alejé a las personas que querían ayudarme, pero, en mi mente tenía la idea que podía cambiarlo, quería intentarlo y ese fue un error. Una persona no cambia por otra, y si lo hace; significa que no cambia porque quiere, sino porque debe.

—¿Niña? —inquirieron.

Parpadeé varias veces y giré mi cabeza hacia la voz, en mi campo de visión entró una mujer mayor, tenía un carrito de compras y me miraba algo ansiosa. Me recordó a mi abuela, tenía tiempo sin saber de ella y me preguntaba cómo estaría ella y el abuelo.

Hubiera dado todo por tomar su chocolate caliente y estar con ellos.

—¿Podrías pasarme dos latas de sopa de tomate, por favor? —preguntó, señalando con su dedo índice hacia la cima del estante que estaba justo en mis narices.

Asentí en respuesta, me coloqué de puntillas, estiré mis brazos y tomé las dos latas, para luego colocarlas en el carrito de compras de la mujer. Ella me sonrió y agradeció, para luego seguir con sus compras, seguí con la mirada su figura hasta que dobló en un pasillo y se perdió de vista. Solté un suspiro y seguí también con mis compras.

¿Me podía ir en aquel momento?

¿Podía huir?

No lo podía hacer. Él había utilizado la carta del chantaje y no era tonto; era todo lo contrario a la palabra. Había empezado a vigilar cada movimiento, cada paso, cada acción que realizaba. No podía salir del apartamento a menos que él estuviera, y tampoco dejaba que Jazz me visitara, era una marioneta, solo un objeto ante los ojos de él.

Pagué las compras y salí de supermercado con las bolsas en las manos, el sol del atardecer chocó contra mis ojos y los tuve que entrecerrar para adaptarme a la luz, el viento movía hacia los lados el cabello que estaba recogido en una cola alta. Habían pasado días desde la última vez que había salido del apartamento sola, sin Arthur a mi lado, o sin Marcus como una sombra, porque ese era el papel de Marcus, ser algo así como un guardaespaldas. Dicen que todo tiene un precio en la vida, que nada es gratis, y para poder salir sola del apartamento tenía que hacer algo que odiaba, o al menos si quería salir, tenía que usar mis encantos femeninos.

O, en otras palabras, seducir a Arthur y terminar acostándome con él, mi cuerpo se había convertido en un medio de pago. Si quería hacer algo, ya sabía cuál era el precio.

Una marioneta, un objeto, en eso me había convertido.

Mi teléfono sonaba y al escucharlo comencé a maldecir entre dientes, tenía las manos ocupadas, y el aparato estaba en mi bolsillo trasero, el claxon de un auto me hizo sobresaltar, volteé a verlo y me quité de su camino, acercándome rápido a un auto que estaba estacionado a mi izquierda, dejé las bolsas en el suelo y saqué el teléfono para responder la llamada. Sin ver de quién era, no tenía necesidad de hacerlo, solo una persona tenía ese número.

—¿Sí?

—¿Por qué no contestabas? —gruñó.

—No lo había escuchado.

—¿Dónde estás? —inquirió.

—Estoy saliendo del supermercado.

—Voy a salir, dile a Andy que te abra el apartamento, y que ni se te ocurra hacer algo, Layla —masculló entre dientes, cerré mis ojos y la imagen de sus ojos negros llegaron a mi mente, junto a un escalofrío que recorrió mi espalda.

Como si pudiera hacerlo.

—No lo haré, en unos minutos llego —aclaré.

No contestó y colgó, solté un suspiro tembloroso apoyando la espalda al auto, cerré mis ojos e incliné la cabeza hacia atrás, intentando espantar las lágrimas que se habían acumulado en mis ojos y amenazaban con salir. Ni se te ocurra hacer algo, Layla. No iba hacer nada, no quería que mi familia saliera lastimada, y si tenía que vivir como en una cárcel lo haría, no había escapatoria para mí.

—Layla —susurró una voz aterciopelada. Abrí mis ojos y busqué al dueño de la voz con la mirada, creyendo que había sido producto de mi mente.

Unos ojos grises me miraban con curiosidad y calidez, igual que unos ojos que conocía lo hacía a veces. Me enderecé en el lugar sin apartar la mirada, la mujer tenía el cabello suelto, y este caía por sus hombros, sus ojos recorrían mi rostro como si intentara descubrir algo.

—Señora Wilkes —susurré sin apartar la mirada de ella.

—Oh, cariño. —Soltó una pequeña risa, como si le hubiera contado un secreto—. Ya te había dicho que me dijeras Ellen, con lo de señora me siento muy vieja

—Lo siento.

—No hay problema. —Miró las bolsas que estaban en mis pies—. ¿De compras? —Asentí—. ¿Si quieres puedo darte un aventón a casa?

Negué con la cabeza.

—No es necesario, voy a buscar un taxi.



#7899 en Joven Adulto
#21488 en Otros
#1746 en No ficción

En el texto hay: amor, amistad, tóxicos

Editado: 20.06.2021

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.