El sol era abrasador, aunque eso no era , en ese momento, un detalle importante.
Jack recordó a su padre, riéndose y revolviendo su pelo, como siempre hacía. Se encontraban en Valencia capital, andando hasta un lugar mágico, la fuente del llamado “Palau De La Música”, ubicada en el antiguo cauce del río Turia, ahora convertido en un gigantesco parque que recorría como columna vertebral toda la costera ciudad. Los chorros gigantescos de agua se elevaban hacia el cielo, sorprendentemente, bailando al son de la música clásica que resonaba por toda la zona. Aquel día anduvieron mucho y el sol abrasó sus cabezas mientras las horas pasaban caminando. Aquel fue un día feliz.
Su padre siempre había estado ahí para protegerlo, pero, ya no podría hacerlo nunca más. Jack estaba en el cauce de otro río, mucho menos impresionante, el del río Magro, a ochenta kilómetros hacia el interior de la península, con sus zapatillas empapadas de agua, rodeado de las algas que pisaba y atrapado con sus amigos entre la densa vegetación y las “cascadas eternas”. Detrás de él, estaba la rampa que ascendía hasta lo alto de la pequeña presa. Desde ahí era fácil saltar al alto muro, de dos pies de ancho, que limitaba el río.
Debían atravesar el agua que los atrapaba en un estrecho pasillo, por el cual, saltando y pisando cañas y hundiendo sus piernas hasta los tobillos, podrían alcanzar, de nuevo, la parte alta del muro. Aunque no sabía si eso sería suficiente.
Los gruñidos de “aquello”, que hacía un momento lo había embestido, resonaban con eco, pareciendo acorralarlos en el centro de una gran trampa. Se encontraban todos juntos, atrapados, mientras oían al ser, a través de la maleza y la curva que ocultaba la continuación de ese afluente del Júcar.
Hasta Óscar dejó de protestar, Musculitos no sabía como reaccionar. Carlos y Virginia estaban detrás. El capitán Jack nunca había sido valiente, es más, normalmente, Óscar le salvaba de las burlas y el acoso de “elementos” como Juanjo o el imbécil imberbe de Álvaro. Pero “ahora”, no había nadie que le defendiera, nadie que supiera que hacer. Reaccionó pegándole un golpe en el pecho a Óscar y gritándoles a Carlos y Virginia.
—¡Vamos!, ¡no os quedéis “empanaos”! Corred hacia la presa. ¡Ya! —. La última palabra fue como un detonante, una descarga de adrenalina que se contagió de inmediato a todo el grupo.
Virginia agarró de la mano a Carlos y tiró de el hasta casi hacerle caer, mientras Óscar, ágilmente saltó esquivando cañas y mojando sus zapatillas de marca, sin volver la vista atrás. Jack empezó a correr detrás, rezagado. El sonido de las patas le indicaba que “ese algo” estaba detrás, corriendo a por ellos. No quiso girar tampoco la cabeza, a riesgo de quedarse paralizado. Por su mente desfilaban imágenes de ranas gigantes, con dientes y patas de lobo, extraterrestres con lenguas viperinas y perros de tres cabezas lanzando dentelladas al aire, intentando, no morder, sino desgarrar y arrancar la carne unida a sus huesos.
Óscar, con su camiseta verde de “Lacoste”, empapada y sucia, al caer al suelo, ya estaba subiendo la rampa y encaramándose al muro, estrecho y desgastado en algunas partes. Virginia había decidido subir por una pequeña escalera formada por cerca de una docena de hierros gruesos y oxidados, en forma de “U”, incrustados en la piedra. Carlos subió primero.
Jack cometió el error de mirar atrás.
Vio los colmillos, el morro alargado. La criatura era un tanque con patas, compacto, con una herida profunda en un costado. Se dirigía, tal cual tren de carga, imparable, hacia sus gemelos, con la intención de romper sus tibias o fracturar su cadera, imaginó paralizado.
El roce del brazo de Virginia contra el suyo le despertó de su trance. Miró en su dirección y pivotando con sus pies, saltó. Se agarró, de mala manera, a una de las “U-s” incrustadas en la piedra. El jabalí embistió “la nada” que había ocupado el hacia un momento, pasando de largo. Resbaló en el agua y cayó retorciéndose en ella. Los sonidos que emitía eran profundos gruñidos, casi desesperados y llenos de dolor. Perdía sangre por múltiples partes de su cuerpo y extremidades, tintando de rojo escarlata el suelo.
Una de sus patas traseras parecía tener cortes tan profundos, que hacían adivinar el hueso debajo de ellos.
Carlos gimió desde arriba por la horrible visión del animal. Una de las cuencas de sus ojos sangraba, algo se lo había arrancado. “Algo” lo suficientemente poderoso como para traspasar la dura coraza del lomo de un animal, que era capaz de ser embestido por un coche, a más de ciento veinte kilómetros por hora, y salir vivo caminando. Destrozando, literalmente, el vehículo.