Desde siempre, Antonio había sido especial. Era sinestésico. Podía ver los sonidos como colores danzando, a modo de brumas difusas, en su cabeza. Por este motivo, componer sinfonías le suponía un placer tan inmenso.
En el silencio de la mañana, apoyado en la barandilla del cauce del río Magro, cerró los ojos, dejando que el aire entrase con lentitud en sus pulmones, disfrutando de las pequeñas vibraciones que danzaban como brisas cromáticas en la oscuridad, alterando aquí y allá, los silencios del paseo de la Alameda de Utiel.
Llevaba unas horas disfrutando del paisaje de aquel preciado rincón de su querida España. Antonio Puccini Monteverdi no sabía el porque de esas modas tan arbitrarias de viajar a lugares exóticos. Su país estaba lleno de contrastes y de maravillas, tanto o mas grandes que cualquier otra cosa que pudiese buscarse fuera. La gente era boba, estúpida y pueril. La masa no pensaba, le daba pena. Se perdían el gran placer de la contemplación y el pensamiento en su estado más puro, y ni siquiera, tenían el más mínimo sentimiento de pérdida, ¡qué tristes existencias!
Esa noche durmió poco, como tantas otras desde que tenía uso de razón. Tanto por hacer, tanto que vislumbrar y aprender… ¡no había horas suficientes en el día!
Estaba muy cansado, incluso se le cerraban lentamente los ojos, pero estaba contento. Veía bailar las notas de una gran sinfonía que estaba a medio componer. Eran un mar de sonidos, que se acoplaban armónicos, formando ríos de lava y erupciones multicolor. Su violín sería el primero en crear la magia, pero antes debía mejorarla, hasta que fuese perfecta.
Cuando estuviese preparada, pensaba, se la dejaría escuchar a sus estudiantes, una panda de críos indisciplinados y poco dados al arte del pensamiento crítico, pero que poseían el toque. Moralmente debía ayudarlos a que no lo desperdiciaran. Le costó darse cuenta del crimen que supondría no formarlos.
Virginia era una de las más excepcionales artistas en proyecto. Su oído era brillante, a pesar de no contar con más de 15 años y dejar arrastrarse por modas, a su parecer inútiles y poco prácticas. A su favor tenía, que había leído las obras de algunos grandes pensadores como Platon, aunque, sinceramente, el prefería lecturas como Nietzsche, pero no iba a juzgarla muy duramente por ello. Era vegana y tenía un cuello extrañamente alargado, por supuesto, ¡no podía ser perfecta!
Aun estaba jugando con la idea de ofrecerle, en un futuro cercano, un lugar en la famosa orquesta de la que formaba parte. Sería una excelente adquisición, estaba seguro.
Todas sus notas y su arte estaba apuntado en una pequeña libreta de anillas, que llevaba siempre consigo, en un bolsillo de su chaqueta. No era fácil resistir la tentación de cogerla y perderse entre el blanquecino papel, para atrapar cada una de las notas que flotaban en su mente. Pero debía primero ser perfecta, se repetía como un mantra.
Miraba al horizonte cuando una vibración recorrió todo el lugar. Algo extraño cambió en el propio ambiente de la mañana. Incluso los animales dejaron de rasgar el silencio. Algo pasaba.
Giró la cabeza hacia el viejo instituto, remodelado, que tenía detrás de él. Allí, estarían estudiando casi todos sus alumnos en ese momento, menos Virginia. Sorpresivamente la vio caminando por el estrecho muro del cauce del río, perdiéndose a lo lejos, con un grupo de amigos. Gritaban. Le pusieron de mal humor. ¡Qué chica!, con lo que podría ser si dejará de juntarse con tal mezquina muestra de… ruines jovenzuelos alborotadores. No podía contener su rabia. Con sus gritos habían interrumpido su momento de calma, su gran obra y sus pensamientos. ¡Qué insolentes!
Sin darse cuenta su vista se había centrado en el viejo cartel de la discoteca “Aibadeai”, cerrada hacía más de 20 años. Sin embargo el cartel continuaba allí, sobreviviendo a la lluvia, los niños y las borracheras que, cerca suyo, tenía que soportar cada fin de semana. Sus pupilas enfocaron, notando que algo no estaba bien. La tinta parecía haber cobrado vida, haber serpenteado por toda la celulosa carcomida y rota hasta emborronarlo todo. Ahora, la tinta, delimitaba, con trazos gruesos y sucios, la figura de un animal: un jabalí.
Había leído demasiados libros, de eso estaba seguro, puede que estuvieran influyendo en su juicio, o que hubiera atravesado algún espejo mágico al llegar a esa barandilla alejada de todo. No lo sabía. No era solo ese cartel, todo papel que había ante su vista contenía el mismo perfil, como si un bromista cósmico se hubiera dedicado a cambiar la realidad, por una alternativa, donde las letras fueran desterradas del papel escrito.