Henry Efraín Gómez había perdido el control. Cesáreo podía ser un ser despreciable, pero gracias a él, a su capacidad como médico, cerca de sesenta dotados estaban ahora a salvo. Aún así, no podía perdonarlo; Carla, la madre de Jack, la esposa de su mejor amigo Alex, la mujer que había atrapado su corazón estaba posiblemente muerta debido a él. La vendió.
Años de rabia intensa y autocontrol estallaron al leerle la mente a ese inmundo Doctor. Henry no era un dotado, era otra cosa, un guardián.
La única excusa que consiguió frenar sus golpes materializados desde la niebla, lo único que impidió que matara a aquel gusano que se hacía llamar hombre, fue el pensamiento de que tenía que asegurar el refugio. Lo habría matado con gusto, le daba asco. Sin embargo lo dejó vivo, con el dinero.
A su lado, en el asiento del acompañante, estaba el maletín vacío que había recogido en casa del doctor y que debía entregar a Calandra, la líder de los Antiguos.
Aún le temblaban los puños tiznados de rojo mientras se dirigía hacía su próximo destino. Esperaba que sus piernas no le jugaran una mala pasada durante el trayecto, ni siquiera sabía si lograrían sostenerle.
Apenas parpadeó cuando una lágrima solitaria rodó por su mejilla hasta precipitarse al vacío.
Respiró hondo varias veces.
De nada le serviría seguir quejándose: "El cielo no es azul por acto divino", pensaba. Todo ocurría debido a algo y él, en el fondo, supo que Cesáreo no tuvo otra alternativa. Era hora de centrar sus esfuerzos en cumplir con sus promesas.
Le alarmó lo que la suprema de los antiguos le había comentado. Sabía lo grave que podía llegar a ser no tener contacto directo con los agentes del portal. Durante tres mil años se había mantenido el acuerdo posterior a la guerra: La tierra había sido limpiada de titanes. En la batalla de las mil noches los atrajeron a todos al mundo sombra, donde combatieron con ellos hasta lograr confinarlos y atraparlos a todos allí.
Recordaba las historias que le había contado Felix sobre criaturas con el poder de convertirse en algo peor que cualquier pesadilla inventada por los humanos.
A pesar de tener poco pelo y estatura, le sobraba lucidez al terco cascarrabias que iba a visitar ahora. De joven, los padres del profesor universitario visitaban con asiduidad a la familia del actual Centinela de la puerta. Le llevaba cinco años , pero eso nunca impidió que se llevaran bien. Eso fue un factor determinante para que Félix incumpliera con su trabajo y dejara escapar a Carla, Alex y Jack hacía diez años, evitándoles así a todos la muerte.
Lo que hizo que ambos amigos se distanciaran finalmente, fue el gran éxodo producido hacía seis años. Félix y su mujer, la otra centinela, tuvieron que aparentar que no habían participado en el escape de las familias dotadas cuando aparecieron las brigadas de élites de las potestades. Tuvieron que participar en la masacre de las más de cien familias que intentaban escapar, forzados por la situación; Henry apenas pudo salvar a veinte familias, cuyos miembros no se salvaron milagrosamente todos. Algunos de ellos murieron desangrados horas más tarde en la clínica del doctor, el Refugio.
La nacional tres era una carretera que comunicaba Villargordo del Cabriel con Utiel. A mitad camino había un desvío que acababa de tomar hacia un pequeño pueblo denominado Fuenterrobles.
Esa carretera convencional era estrecha y poseía muchas curvas.
"Al menos está en buen estado", pensó.
Tenía prisa para llegar lo antes posible. Le había trastornado tanto leerle la mente al doctor, que casi había olvidado la piedra que Carla dejó a su cargo. No sabía aún lo que era, pero lo que si sabía es que los servicios de inteligencia españoles, a cargo de esa sagaz mujer, Isabela, no iban a descansar esta vez, después de haberlos despistado ese día.
—Son un poco sensibles —murmuró para sí, mientras negaba con la cabeza.
Los Guardianes le protegerían, pero era consciente, de primera mano, que esa mujer no cejaría, fácilmente, en su investigación hasta que encontrara lo más mínimo sobre él. Cuando tenía un objetivo en mente, ponía todos los recursos a su alcance para llegar a él, y actualmente, todos los recursos de un país tan grande como España, eran ahora suyos.
A lo lejos vio el pequeño camino de tierra que llevaba a la modesta finca situada en las afueras del pueblo. Estaba rodeada de viñas. La verja de entrada, cercada por un gran muro de piedra, le dio la bienvenida.
Sabía que no tendría que llamar. Los centinelas de la puerta debían saberlo, eran dotados del más alto nivel, con un poder superior a los élites y capaces de vigilar grandes áreas con una cantidad de energía mínima. Así que se limitó a esperar en el coche.
Pasados veinte minutos se impacientó lo suficiente como para bajar del automóvil y timbrar en el pequeño telefonillo de la verja, que parecía mirarlo con una sonrisa socarrona en su "no" rostro.
Aún tuvo que esperar cinco minutos más, antes de que por el camino que conducía hacia la casa apareciera un niño que pelo rubio y liso, con un flequillo uniforme y largo, que tapaba toda su frente. Desde el otro lado, lo miró a los ojos, extremadamente serio y concentrado. Movió la cabeza hacía los lados apretando sus labios en una mueca un tanto forzada.