El pasillo hacia la oficina de mi padre se sintió más largo de lo que recordaba.
Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, pero no por miedo... sino por la extraña mezcla de ansiedad y alivio que me invadía.
Iba a verlo de nuevo.
Iba a ver a Osis III.
Mi padre.
El hombre cuya muerte había sellado mi destino como emperador.
Cuando llegué a la gran puerta de madera oscura, levanté la mano y llamé con los nudillos.
—Adelante.
Su voz grave y autoritaria atravesó la madera, tan imponente como siempre.
Tragué saliva y giré el picaporte.
Al entrar, lo vi de inmediato.
Estaba sentado detrás de su enorme escritorio, con la espalda recta, los ojos fijos en un montón de documentos, el ceño ligeramente fruncido en concentración.
Se veía igual.
Tal como lo recordaba.
Mi padre siempre había tenido una presencia dominante, incluso ahora, cuando la enfermedad ya había comenzado a desgastar su cuerpo. Su cabello negro estaba peinado con la misma pulcritud de siempre, y su porte regio no se había desvanecido con los años.
No me miró de inmediato.
Me aclaré la garganta y avancé con paso firme.
—Hola, padre.
Mi voz sonó más baja de lo que pretendía.
Finalmente, alzó la mirada.
Su expresión no cambió, pero noté el leve destello de alivio en sus ojos.
—Al fin despertaste —manifestó con solemnidad.
Sonreí con suavidad.
—Sí.
Hubo un breve silencio.
Me quedé de pie frente a su escritorio, sintiendo una extraña incomodidad. En mi otra vida, este tipo de interacciones con él se habían vuelto escasas con el tiempo. Habíamos dejado de hablar mucho antes de su muerte.
No quise repetir ese error.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté con sincero interés.
Mi padre me miró con evidente desconcierto.
No esperaba que yo preguntara eso.
—Cansado —admitió, recargándose ligeramente en su silla—, pero tenía trabajo que hacer. No podía dejar estos documentos pendientes.
Mi mirada se posó sobre los papeles en su escritorio.
Con un par de pasos, me acerqué y los observé con atención.
—¿De qué se trata?
Mi padre volvió a levantar la vista, claramente sorprendido de que me interesara en esos asuntos sin que él tuviera que ordenármelo.
—Una reforma de impuestos —respondió con cautela.
Leí rápidamente algunos fragmentos y, sin pensarlo mucho, comencé a hablar.
—Si buscas aumentar la recaudación sin que la nobleza se rebele, podrías implementar un sistema escalonado que tome en cuenta las ganancias individuales de cada casa noble en relación con sus propiedades y comercio... También podrías reducir ciertos aranceles para evitar que intenten evadir impuestos mediante acuerdos con comerciantes extranjeros.
Cuando terminé de hablar, mi padre no respondió de inmediato.
Simplemente me observó, entrecerrando ligeramente los ojos.
Luego, con un aire de absoluta seguridad, pronunció:
—Sabía que algún día hablaría contigo.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Él se apoyó en los brazos de la silla y se puso de pie con lentitud. Sus movimientos eran más pesados de lo que recordaba... mi padre ya estaba enfermo en esta época.
Instintivamente, extendí la mano para ayudarlo.
Pero él la apartó con un leve gesto.
—No hace falta —murmuró, con la misma firmeza de siempre.
Lo vi caminar hacia uno de los estantes de libros que decoraban la oficina.
Lo que ocurrió después...
Me dejó sin aliento.
Con un leve empuje en la madera, activó un mecanismo oculto.
Un sonido sordo retumbó en la habitación.
Y, ante mis ojos, una puerta secreta se abrió.
Detrás de ella, un estudio privado lleno de documentos antiguos se reveló, iluminado por una tenue luz.
Me quedé inmóvil.
Mi padre me miró por encima del hombro y me hizo un gesto con la cabeza.
—Ven.
Mis piernas dudaron.
Mi mente me gritaba preguntas.
¿Cómo era posible que yo no supiera de esto?
¿Qué estaba pasando?
Di un paso adelante.
—¿Qué es este lugar?
Mi padre soltó una leve exhalación.
—No puedo creer que estés aquí —manifestó con gravedad— Al fin podemos hablar, de Emperador a Emperador. Sabía que algún día pasaría, aunque esperaba que tu si hicieras las cosas bien...
Mis ojos se abrieron un poco más.
Él lo sabía.
Sabía que yo no era el Sovieshu de diecinueve años.
Tragué saliva y lo seguí al interior del estudio.
Las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros, mapas y documentos.
Pero lo que más me llamó la atención...
Fueron las cartas.
Cartas dirigidas a mí.
Cartas escritas con la caligrafía de mi padre.
Mis manos temblaron cuando tomé una.
La leí rápidamente, pero las primeras líneas fueron suficientes para dejarme sin aliento.
Mis ojos se posaron en mi padre.
—¿Cómo...?
Él me sostuvo la mirada.
Luego, con una calma inquietante, confesó:
—Porque yo también viajé en el tiempo.
Mi respiración se detuvo.
Mi mente quedó en blanco.
Y, por primera vez en toda mi vida...
No supe qué decir.
[...]
El estudio estaba en completo silencio.
Las llamas de los candelabros proyectaban sombras alargadas sobre los muros de piedra, y el aroma a tinta y pergamino impregnaba el aire.