[.HENREY.]
El sonido de la madera golpeando contra la madera resonó con fuerza en el campo de entrenamiento.
Yo apreté los dientes, mis brazos temblaban por el impacto.
Mackenna me sonrió con burla antes de girar su espada de madera en un ágil movimiento y embestirme de frente.
Intenté reaccionar a tiempo, pero mi pie derecho resbaló en la tierra suelta, y antes de poder evitarlo, sentí el impacto en mi costado.
El golpe me sacó el aire.
Mi espalda chocó contra el suelo con un ruido seco.
Por un instante, todo me dio vueltas.
—¡Ja! —la risa de Mackenna retumbó en mis oídos—. Otra vez en el suelo, Alteza.
Abrí los ojos con rabia y me incorporé de golpe, limpiándome la tierra de la ropa con brusquedad.
—¡No te burles, cabeza de chorlito! —espeté, sintiendo mi orgullo herido.
Pero Mackenna solo se cruzó de brazos y me dedicó una sonrisa burlona.
—Vamos, Henrey, no pongas esa cara. No es para tanto.
Bufé con molestia y me sacudí el polvo de los hombros.
—Claro que es para tanto —repliqué con fastidio—. Me ganaste.
Mackenna soltó una carcajada, ladeando la cabeza con suficiencia.
—Sí, lo sé.
Apreté los dientes.
Maldito mocoso insoportable.
Mackenna apoyó su espada de madera sobre su hombro y me miró con diversión.
—Deberías ser más positivo, ¿sabes?
—¿Más positivo? —repetí con incredulidad—. Me acabas de tirar al suelo.
—Sí, pero en una semana es tu cumpleaños.
Parpadeé, sin entender qué tenía que ver una cosa con la otra.
Mackenna continuó con una sonrisa de zorro.
—Vendrán un montón de jóvenes de la alta sociedad de Occidente.
Torcí la boca, completamente indiferente.
—¿Y qué con eso?
Mackenna alzó una ceja, como si mi falta de entusiasmo lo desconcertara.
—Que será tu oportunidad de conocer a alguna chica guapa.
Rodé los ojos.
—No me importa.
Él resopló con diversión.
—Oh, vamos, claro que te importa.
Lo fulminé con la mirada.
—No, no me importa. Si pueden asistir a estos eventos es porque ya fueron presentadas ante sociedad, lo que significa que son mas grandes que yo.
—Eres un amargado.
Suspiré con hastío.
—Y tú eres un cabeza de chorlito.
Mackenna sonrió con autosuficiencia.
—Eso lo sé. Pero lo que no entiendo es por qué estás tan malhumorado.
Bufé y señalé el suelo con la espada de madera.
—Tal vez porque se supone que estamos de vacaciones.
—¿Y eso qué?
—Que mi padre solo me ha puesto a entrenar.
Mackenna se encogió de hombros, restándole importancia.
—¿Y qué tiene de malo? Entrenar es divertido.
—Para ti, tal vez.
Él me miró con una sonrisa confiada.
—Exacto.
Mi paciencia se agotó.
Gruñí con frustración y tiré la espada de madera al suelo con fastidio.
Después, sin pensarlo mucho, me dejé caer de espaldas sobre la hierba, con los brazos extendidos y la vista fija en el cielo azul.
Mackenna se inclinó hacia mí con curiosidad.
—¿Estás bien?
Exhalé con pesadez.
—No lo sé...
Mackenna se dejó caer a mi lado y apoyó los brazos detrás de la cabeza, mirándome de reojo.
—¿Sigues molesto porque tu hermano tomará el trono y no tú?
Negué de inmediato.
—No, para nada.
—¿Seguro?
Lo miré con seriedad.
—Nunca he querido el título de rey.
Mackenna frunció los labios, pensativo.
—Entonces, ¿por qué te sientes así?
Desvié la mirada hacia el cielo, observando las nubes deslizarse con lentitud.
Apreté los puños sobre la hierba.
—Anoche soñé con el Imperio de Oriente...
Mackenna bufó con fastidio.
—Debe ser por culpa de Ergi.
—¿Por qué lo dices?
Rodó los ojos.
—Porque cada vez que lo vemos, no hace más que hablar mal de ese imperio. Y del heredero Sovieshu.
Lo pensé por un momento.
Quizás tenía razón.
Quizás mi mente solo estaba siendo influenciada por la constante retórica de Ergi sobre la supuesta arrogancia de los orientales.
Mackenna giró la cabeza hacia mí y sonrió con burla.
—No le hagas caso. Ergi es un malnacido conflictivo.
Reí por lo bajo.
—Sí... debe ser eso.
Mackenna se incorporó y se sacudió el polvo de la ropa. Luego, extendió una mano hacia mí.
—Vamos.
Lo miré con duda.
—¿A dónde?
—A dar una vuelta por el pueblo.
Lo pensé por un segundo.
Pero luego, tomé su mano y me puse de pie con una sonrisa.
—De acuerdo.
Y sin decir nada más, echamos a andar, dejando atrás el campo de entrenamiento y la incomodidad de mi sueño.
[.SOVIESHU.]
El traqueteo del carruaje era monótono, constante, pero mi mente estaba lejos de concentrarse en ello. Mis dedos tamborileaban contra mi rodilla con impaciencia, y mi mirada se perdía por la pequeña ventana mientras observaba cómo los edificios y calles de la capital quedaban atrás.
Karl, sentado frente a mí, cruzó los brazos con gesto de fastidio y soltó un resoplido.
—Su Majestad, si la emperatriz se entera de que ha salido del palacio cuando apenas se ha recuperado, le aseguro que no será misericordiosa con usted.
Rodé los ojos y me incliné contra el respaldo del asiento, sin dejar de mirar por la ventana.
—No me interesa su molestia —contesté con ligereza—. Solo quiero verla. Necesito verla.