El Retorno del Emperador

37.- Invitaciones & Despedidas

[.SOVIESHU.]

Me detuve frente a la gran puerta de la oficina de mi padre. Aún conociendo de memoria cada detalle de este palacio, esta puerta en particular siempre me había parecido más imponente que cualquier otra. Tal vez porque, detrás de ella, se tomaban las decisiones que regían el Imperio.

Golpeé con los nudillos la madera oscura y, tras unos segundos de silencio, escuché la voz grave de mi padre desde el interior.

—Adelante.

Empujé la puerta con firmeza y entré. La oficina estaba iluminada por la tenue luz de la tarde, que se filtraba a través de los ventanales. La gran biblioteca de estanterías de roble y el enorme escritorio de caoba seguían igual, con pergaminos y documentos apilados con orden meticuloso. Sin embargo, mi mirada no tardó en posarse en la figura sentada tras el escritorio.

Mi padre estaba allí, inclinado levemente sobre algunos papeles, pero lo que me hizo fruncir el ceño fue el sonido áspero y seco que escapó de su garganta.

Una tos.

Una tos que no era extraña para mí.

Me detuve en seco, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. Sabía lo que venía. Su enfermedad no tenía cura.

Respiré hondo y avancé con calma, ocultando la tensión que se instalaba en mi pecho.

—Padre —pronuncié con voz serena—, ¿estás bien?

Mi padre levantó la mirada, su semblante apenas alterado por la molestia de su tos. Siempre había sido un hombre fuerte, de presencia imponente, y aun así, en este momento, lo noté más pálido de lo habitual.

—Pásame un poco de agua —solicitó con tranquilidad, como si no le diera importancia a su propia condición.

Asentí y me dirigí a la mesita que había a un lado de su escritorio. Sobre ella descansaba un jarrón de cristal con agua fresca. Tomé un vaso y lo llené con cuidado antes de entregárselo.

Él lo tomó con una ligera inclinación de cabeza a modo de agradecimiento y bebió un sorbo.

Y entonces lo vi.

Sangre.

Pequeños rastros rojizos quedaron adheridos al cristal cuando apartó el vaso de sus labios.

Mantuve la expresión neutral, pero por dentro... me dolió.

Verlo morir por segunda vez.

Ver a mi madre morir después de él.

No lo había pensado cuando pedí regresar.

Sí, había vuelto atrás con el propósito de cambiar el destino, de corregir mis errores, de salvar lo que alguna vez perdí. Pero... no podía controlar la vida y la muerte.

Mi padre notó que me había quedado en silencio, observándolo fijamente.

—¿En qué piensas? —inquirió, con su voz firme pero cansada.

Desperté de mi ensimismamiento y negué con la cabeza, esbozando una ligera sonrisa para desviar su atención.

—Solo estaba reflexionando —contesté—. Es extrañamente diferente vivir todo por segunda vez.

No era mentira.

Mi padre arqueó una ceja con interés, pero no insistió.

—A propósito... —continuó, recargando su espalda contra el respaldo de su silla—, ha llegado una invitación del Reino de Occidente.

Fruncí el ceño.

—¿Una invitación?

—Para el cumpleaños número catorce del príncipe Henrey.

Por un instante, me sorprendí. Catorce años.

En mi mente, Henrey siempre había sido un joven enérgico, mi enemigo en el campo de batalla, un hombre dispuesto a hacer lo que fuera por su imperio... y por Navier. Pero ahora, me veía obligado a recordar que, en este momento, él aún era solo un niño.

Un niño más joven que Navier.

Navier...

Ella tenía dieciocho ahora, y en poco tiempo sería presentada en sociedad. Era curioso cómo, a pesar de que todos sabían desde hace años que estábamos comprometidos, ese día aún se consideraba especial.

Mi padre me observó en silencio antes de preguntar:

—¿Qué opinas?

Apreté los labios un instante antes de responder con firmeza.

—Iré en nombre del Imperio.

Mi padre me estudió con atención, como si intentara descifrar lo que pasaba por mi mente.

—¿Estás seguro de querer hacer eso? —inquirió, con una mezcla de curiosidad y advertencia.

Asentí sin dudar.

—Sí. Y además... —hice una breve pausa, midiendo mis palabras—. Quisiera negociar un acuerdo de paz con Occidente. Claro, si es que tu estas deacuerdo.

Sus ojos se entrecerraron levemente. Durante unos segundos, no respondió, pero luego una sonrisa apareció en sus labios.

—Interesante —musitó—. Pero dime, Sovieshu... ¿por qué me pides permiso?

Lo miré, confundido por su pregunta.

—Después de todo —continuó, con un brillo divertido en la mirada—, tú eres el emperador.

Abrí la boca para responder, pero la cerré de inmediato.

No. No lo era.

En mi otra vida, sí lo fui. En esta, sin embargo... mi padre seguía siendo el emperador.

—No aún —repliqué con un tono más pausado—. En mi otra vida lo fui, pero en esta, respeto tu autoridad.

Él pareció satisfecho con mi respuesta.

—Bien —afirmó, con una inclinación de cabeza—. Haz el tratado. Lo revisaremos juntos antes de presentarlo al consejo.

—De acuerdo.

Nos quedamos en silencio por un momento. Él volvió a centrarse en los documentos sobre su escritorio, y yo... me permití observarlo un poco más.

Aún tenía tiempo. No podía salvarlo, pero sí podía aprovechar el tiempo que quedaba.

No podía salvarlo, pero sí podía aprovechar el tiempo que quedaba

[...]

El pasillo estaba en calma cuando me dirigí a mi habitación. Solo el eco de mis pasos rompía el silencio del ala imperial. A pesar de la serenidad aparente, en mi interior la inquietud persistía.




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