El Retorno del Emperador

89.- Rashta Soviet

[.HENREY.]

Había escuchado los rumores cuando apenas salía de la biblioteca de la escuela de magia, y aunque me costó al principio creerlo, el silencio extraño del palacio lo confirmó. El emperador Osis III... había muerto.

No sabía por qué, pero algo dentro de mí se contrajo al enterarme. Tal vez por Sovieshu, tal vez por Navier. Tal vez porque era inevitable imaginar que el peso del imperio caería ahora sobre los hombros de alguien que aún no había sanado por dentro. Alguien que, aunque fuerte, estaba roto. No pude quedarme quieto. Caminé por los pasillos con el corazón latiéndome en las sienes, buscando a Sovieshu sin saber si quería consolarlo o simplemente estar ahí para él.

Las antorchas del corredor parpadeaban con timidez, como si también estuvieran de luto. Di vuelta en una esquina y ahí, de pronto, la vi.

Una joven de cabellos plateados, de espaldas. Caminaba con paso lento, casi etéreo, con una túnica oscura que flotaba con cada uno de sus movimientos. Algo en ella me era familiar. Me quedé inmóvil, observándola mientras la figura femenina entraba a una de las habitaciones del ala de invitados. Fruncí el ceño. ¿Dónde la había visto antes?

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—¿Príncipe Henrey? —escuché una voz grave detrás de mí. Me giré y vi a Karl, el consejero de Sovieshu, con su porte sobrio y los ojos un poco más cansados de lo habitual.

—Ah, Karl... lo estaba buscando —admití con sinceridad—. Quería ver a Sovieshu, darle mi apoyo. ¿Sabes dónde está?

Karl asintió brevemente.

—Justo iba hacia allá. ¿Me acompaña?

Comenzamos a caminar por el pasillo en dirección a la habitación privada de Sovieshu. Aproveché el silencio para hablar:

—Debe estar muy triste... —murmuré, casi con culpa.

Karl suspiró por la nariz y respondió con seriedad:

—Lo está. Aunque no lo parezca. Sovieshu nunca ha sido alguien que deje ver lo que siente... por lo menos no del todo.

—¿Y eso le extraña? —cuestioné, girando un poco el rostro hacia él.

El consejero negó suavemente, sin mirarme.

—No me extraña. Me duele.

Sus palabras me sorprendieron, pero decidí no presionar. Ya habíamos llegado a la puerta de la habitación. Karl tocó dos veces con los nudillos. Desde adentro se escuchaba una discusión, palabras apagadas, murmuradas. Incomprensibles.

Volvió a tocar, y esta vez Sovieshu respondió desde dentro:

—Pasen.

Ambos entramos.

Ahí estaba. Sovieshu, de pie, vestido completamente de negro. Su capa roja caía por sus hombros como una mancha de sangre. Su rostro estaba demacrado, los ojos hundidos y el cabello algo desordenado. En su mirada no había lágrimas, ni rabia. Solo un vacío tan grande que casi me hizo retroceder.

—¿Estás bien? —le pregunté con preocupación.

Sovieshu asintió lentamente. Apenas perceptible.

—¿Con quién hablabas? —inquirió Karl mientras analizaba la habitación con la mirada, claramente intrigado por la voz que habíamos oído antes.

Sovieshu giró levemente el rostro y replicó con frialdad:

—Conmigo mismo.

Karl y yo cruzamos una mirada. No dijimos nada. Era evidente que lo que acababa de decir no era del todo cierto... o quizá lo era, y ese era el problema.

—¿Ya está lista Navier? —preguntó Sovieshu, rompiendo el silencio.

—Hasta donde sé, tiene a sus damas ayudándola con el vestido —contestó Karl, recuperando la compostura.

Sovieshu asintió, apretando los labios.

—¿Entonces el consejo planea proclamarte emperador esta misma noche? —le pregunté, aunque ya intuía la respuesta.

Karl asintió en silencio.

—Ese consejo de arpías solo quiere asegurarse el control del palacio —espetó Sovieshu con una dureza que me desconcertó.

Karl alzó las cejas, sin disimular su sorpresa.

—¿Desea que les diga algo, Majestad? —cuestionó con respeto.

—Llama a Kosair. En cuanto llegue, tráelo conmigo —ordenó Sovieshu sin mirarnos.

—¿Para qué? —quiso saber Karl, aún intentando seguirle el paso al nuevo emperador.

—Porque la familia Trovi es una de las más influyentes del imperio. Y quiero a Navier... y a Kosair, a mi lado cuando me proclamen —aclaró.

Karl asintió lentamente y salió sin decir más palabra. Me quedé solo con Sovieshu. Su presencia imponía incluso en el silencio. Apreté la hoja sellada que llevaba en mi bolsillo, la saqué y me acerqué para dársela.

—¿Qué es eso? —preguntó él, al notar el documento entre mis dedos.

Se la extendí con cuidado.

—Cuando estaba en el colegio de magia, conocí a algunos jóvenes... hijos de familias influyentes. De esas que algún día heredarán títulos y poder. En esa hoja están sus nombres y sus firmas. Todos ellos han prometido seguir al futuro emperador de Oriente en cuanto tomara el trono.

Sovieshu me miró con desconcierto, sin abrir el documento aún.

—¿Por qué hiciste esto? —preguntó, como si no entendiera el gesto.

—Porque confío en ti —contesté con firmeza—. Porque sé lo duro que es perder a un padre... y heredar una responsabilidad que nunca pediste. Y porque, en momentos así, es bueno saber que hay gente que te respalda. Que está contigo.

Él bajó la mirada. Vi cómo su mandíbula se tensaba, como si hubiera algo dentro de él que luchaba por salir. No me agradeció. No lo necesitaba. A veces el silencio también es gratitud.

—Gracias, Henrey —murmuró finalmente, con una voz tan quebrada que casi no parecía suya—. No lo olvidaré.




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