Nunca se había sentido tan frustrada como ese día. Todo el tiempo, había sido capaz de burlar al psicólogo y salir victoriosa de sus famosas sesiones. Incluso pensó en conseguirlo de nuevo, pero para su sorpresa, el astuto Hooke, utilizó su punto débil, que eran precisamente los crayones para manipularla. El verdadero problema era que no podía interpretar sus dibujos; la primera vez que tomó una hoja en blanco, con un pedacito de crayón negro que había encontrado en la caja donde su papá guardaba sus tesoros, había pasado lo mismo. Recordó su primer dibujo, un montón de rayones que carecían de forma o estructura y que, conforme pasaron los años, se habían vuelto más nítidos, pero igual de enigmáticos. Sombras y siluetas oscuras… ¿por qué iba a pintar cosas tan feas si ni siquiera tenía pesadillas?
Aceleró el paso al considerar que se había retrasado bastante con el doctor Hooke y además su padre debía estar muy preocupado. El camino a casa se le había hecho eterno, pensando en sus dibujos. Sabía que no eran del todo bonitos, pero eran su única manera de expresarse, de decirle al mundo que algo había mal con ella, que escuchaba una voz extraña dentro de su cabeza de la cual, tenía miedo de hablar porque… ¿quién escucha voces dentro de sí diciendo qué hacer y qué no?.
«Lo odio, lo odio, lo odio, lo odio».
—Yo también lo odio — Se sorprendió a sí misma entablando un dialogo con la voz que la seguía como su propia sombra.
«Te hizo quedar como una tonta, te hizo tartamudear, ni siquiera pudiste usar los estúpidos plumones».
Involuntariamente comenzó a llorar; caminó más y más rápido, intentando disolver no solo el nudo en su garganta, sino tratando de alejarse de aquella voz… pero eso era imposible.
«¿Estás llorando de nuevo? Tú no eres débil pequeña, solo tienes que olvidarte de la tonta idea de encajar. Solo debes ser tú misma y dejar de negar lo que en realidad eres».
—¡Calla de una vez por todas!
—¿Con quién hablas hija? —sonó la voz de su padre, provocándole un respingo.
Sin darse cuenta, había llegado a casa mucho antes de lo que esperaba y se topó de frente con su papá. Tal vez venía muy ocupada lidiando con sus pensamientos parlanchines para notarlo, pero de inmediato se limpió las lágrimas de los ojos y cambió su semblante.
—¡Papi! —exclamó con toda la emoción que pudo reunir en su tono de voz, y lo abrazó.
Amaba realmente a ese hombre y con justa razón. Él había cuidado de ella desde antes de su nacimiento, cuando su madre pensaba en abortar; y él, desde que la vio abrir sus hermosos ojitos azules por primera vez, supo que no podría concebir el mundo sin ella. El sentimiento era mutuo.
—Justine, es tarde. Estaba muy preocupado por ti. Pensé que te había pasado algo, pensé que… ¿Con quién estabas hablando?
—E-e-era una a-abeja. No de-de-jaba de zu-zumbar en mi oído, y ya sa-sabes cómo odio las a-a-bejas —mintió.
No le gustaba mentirle a su papá, pero no era necesario mencionar el pequeño detalle de una voz rondando por su cabeza cuando al estar con él, desaparecía por completo.
—Aún no me has dicho la razón por la que has llegado tarde. La sopa se ha enfriado.
—A-a-amo la so-sopa fría, papi —respondió la niña con una cálida sonrisa en los labios—. Hu-hu-hubo una ju-junta en la escuela.
—No me estarás mintiendo, ¿verdad? —interrogó su padre con los ojos entrecerrados. Ese era el gesto que Santiago utilizaba para sacarle la verdad, sin embargo, Justine no mentía, tuvo una junta; solo que, omitió mencionar al psicólogo en ella. No quería agobiar a su amado padre con otra preocupación más. Ambos entraron, y Santiago ayudó a su pequeña con la pesada mochila.
—Nu-nu-nunca te me-me-mentiría papi —afirmó ella. Esa era ya, su segunda mentira en el día.
—En ese caso, vamos a comer antes que la sopa se congele. Quítate tú uniforme y lávate las…
Cuando giró la cabeza en dirección a Justine. Ella tenía puesto un liviano y desgastado vestido color azul y se estaba lavando las manos. ¿Cómo podía regañar a tan precioso angelito? Obedecía incluso antes que le dieran las órdenes, ayudaba en las tareas de la casa, tenía buenas notas en sus tareas, y decidió vender periódicos para poder ahorrar un poco de dinero y comprar las cosas que le pedían en la escuela. Pensar en esto último, le quitaba el sueño, la culpa lo había perseguido por dos largas semanas.