El revolotear de los cuervos

XXXVII

El agua fría de la regadera caía sobre el rostro descompuesto de James. De nuevo había recurrido al alcohol para ahuyentar esos fantasmas que lo atormentaban, pero ni bañado en ese licor barato podría arrancarse de la cabeza la imagen de su madre muerta. Si ya estaba débil por la muerte de Paulette, esto terminó por destruirlo. Sus llantos se confundían con el agua que manaba de la regadera oxidada en aquel motel donde se había refugiado, pero por más que aquel liquido tocaba su piel, no era capaz de arrancarle la sensación de impotencia que sentía.

—Ella me dijo… ella dijo que me mostraría de lo que era capaz —musitó—. ¡Maldita sea!

Tenía los ojos hinchados, tanto, que le era imposible abrirlos, le dolían y ardían como si tuvieran jabón. Se restregó el rostro un par de veces con ambas manos y terminó por pegar un grito desgañitándose por completo, sin notar el agua cayéndole encima. Cada mañana hacía lo mismo y no había nadie a quién le importara. Estaba solo.

—¡Maldita mocosa! —exclamó—. Ella fue, ella fue… ella y su estúpida esquizofrenia. ¿Cómo no lo imaginé?

No podía soportar el peso que había sobre sus hombros, era una carga cruda y una culpa agobiante la que lo tenían por los suelos. Salió del baño, se amarró la toalla a su cintura, caminó con desánimo hasta la cama y se desplomó sobre ella, como si fuera un saco muy pesado.

—Paulette, tenías tanta razón, amor.

Reprimió otro grito sobre la almohada, se dio de topes contra la cama y de repente, una idea se le cruzó por la cabeza. Recordó la frase de la pequeña: “¿También quieres meterme en un manicomio como aquella profesora que murió desangrada en medio del salón?”

—Nadie sabía detalles tan específicos... ¿Será posible? —se preguntó—. ¡Soy tan idiota! Ella… ella… ella también mató a Paulette, mató a su tía, tal vez a Mandy y… ¿Luca?

—¡No! ¡No puede ser! —chilló desconcertado—. Justine es una asesina serial y yo… ¡Yo soy un maldito mediocre que no hizo nada para detenerla!

Otro sonido gutural manó de su garganta.

—Ella se metió en mi casa, sabe cómo hacerlo desde que hurtó mi celular —habló para sí mismo, sus ojos parecían no parpadear. Era la viva imagen de un demente, un desquiciado—. También robó el cuchillo que usó para matar a Paulette, y luego… y luego a mi pobre madre.

En la austera habitación no había televisión, tan solo un pequeño radio que parecía inservible en el buró, un ventilador en el techo y una pequeña mesita que cojeaba de una pata. El psicólogo cogió la vieja radio y la estrelló contra la pared, en lugar de romperse en pedazos, el buen aparato comenzó a sintonizar la estación de radio local.

—“… el hombre no mató a su madre, como todos piensan, testigos confirman que a la hora estimada de su muerte, se encontraba dando clases. Ahora que la muerte de la profesora se ha declarado asesinato en primer grado, y con las huellas de la otra mujer en el arma, lo más probable es que ella haya sido la verdadera asesina. No sabemos cómo le hizo, tampoco hay versiones oficiales sobre el crimen, pero creemos que después de matar a la novia de su hijo, decidió suicidarse. Éste pueblo ya no es seguro, la gente enloquece…”

—¡Maldita prensa amarillista! —voceó—. Mi madre no estaba loca…—Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas, levantó el artefacto y lo tiró con furia hacia el suelo. Esta vez sí se rompió—. Mi madre… mi dulce mamá, ella no tenía la culpa de nada.

Permaneció algunos minutos abrazándose sí mismo, tirado en el suelo, y balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Sumido en su propia miseria. Recordó aquella tarde con lujo de detalle, volvía de la escuela tan alegre por descubrir la esquizofrenia en Justine, que ni siquiera había pasado a la biblioteca por sus libros. Al abrir la puerta de su domicilio, ese olor tan característico del butano invadió sus fosas nasales. Sus primeros pensamientos fueros inocentes, algún descuido por parte de su madre, pero a medida que la llamaba y solo el silencio le respondía, se comenzó a alterar. Cuando subió corriendo las escaleras para ver que su madre estuviera bien, lo único que encontró fue su agarrotado cuerpo con ese rostro dulce y afable con el que recibió la muerte. Por más que abrió las ventanas, por más que sacudió el cuerpo de su madre para que despertara, ella nunca despertó, porque su siesta de medio día la transportó al mismísimo sepulcro.



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En el texto hay: muerte, sangre, problemas mentales

Editado: 05.08.2018

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