Era un buen momento para entrar al cuarto de arte, incluso si su madre estaba por ahí, demasiado ocupada. No notaría su ausencia, y en realidad, a ella nunca le había importado lo que hacía o dejaba de hacer. Las cosas con su madre no iban a cambiar de la noche a la mañana, solo porque supuestamente, pretendía volver a ser una familia.
Tenía la llave junto a su pecho en una gargantilla que Santiago le había dicho, era de Christine y se la había obsequiado. Todas las noches había sido capaz de no hacer ruido e inmiscuirse a ese lugar tan suyo, ahora que su tía no estaba. Su padre llegaba tan cansado del trabajo, que era incapaz de escuchar algún ruido en toda la noche, lo que le daba el tiempo suficiente para avanzar un poco con sus pinturas.
Pintar le resultaba tan imprescindible como leer, o respirar; pero sin duda, solo la pintura le permitía volcar todos sus sentimientos, miedos, y temores, sin salir lastimada.
El frío de la tarde comenzaba a colarse por la ventana del reducido espacio atiborrado de cuadros sin terminar; con ello, solo extrañaba más a su tía. Había en su mayoría, imágenes de su autoría, demasiados cuervos, un lienzo con Luca de protagonista y varios cuadros de rostros desconocidos como el de una mujer de cabello blanco que no sabía quién era. También estaban otros trabajos con los que Christine estuvo practicando antes de morir, esos decoraban las paredes, a pesar de ser horribles y estar inconclusos. Miró el lienzo situado sobre el armazón de madera y decidió terminar de una vez por todas con ese cuadro, era el más importante de todos y solo le faltaban algunos detalles.
Cogió las pinturas y comenzó a darle el color al cabello de su tía, revolviendo un poco de café con trazos claros en amarillo, para crear el castaño exacto. Era un dibujo hermoso, porque en él no se contemplaba si ella estaba viva o muerta. Solo se le veía muy relajada en la bañera, como dormida. El parecido era realmente increíble, los mórbidos detalles, igual. Mordió ligeramente su labio, intentando fantasear con que estuviera por ahí, escuchando música o preparando galletas de verdad y no esos trozos de carbón, que hacía su madre. Sonrió y continuó con los decididos trazos.
Santiago terminó de llenar un camión con diversos materiales que se transportarían a la capital. Uno de sus empleados cerró las compuertas del vehículo, mientras el otro cerraba el local, concluyendo así, una jornada más de extenuante trabajo. El enorme camión arrancó y tomó su rumbo.
—Muy bien muchachos, aquí tienen su paga —señaló al extenderles un sobre amarillo con más del dinero que habían ganado hasta hace una semana—. Nos vemos el lunes.
Los ojos de los jóvenes brillaron emocionados por el dinero extra, Santiago disfrutó de esa sensación. La recicladora cada vez tenía mayor fama en la región y todos acudían a él con sus pequeñas o grandes cantidades de desechos. Él supo que la basura era un trabajo noble, capaz de poder regalar sonrisas más que dinero, todos los años que le había dedicado al negocio, valían la pena cuando Justine sonreía por unos crayones nuevos o unos zapatos. Sus empleados merecían el mismo tipo de satisfacción, así que era generoso con ellos, así como la vida lo era con él. Tal vez así, mitigaba un poco la culpa.
Volvió al vehículo, que todavía conservaba el perfume de su hermana y se puso en marcha para volver a la casa de sus padres; ahora que todo era suyo, seguía sintiéndose igual de extraño que siempre, incapaz de modificar siquiera el color morado de los cubreasientos.
Mientras recorría los pocos kilómetros entre su negocio y la casa de sus padres, intentaba poner en orden su nueva vida y sus múltiples responsabilidades. Recordó a la mujer que rondaba por su casa, casi desnuda, retorció ligeramente los labios al pensar en ella. Sophía seguía siendo igual de bella que antes, incluso los años le daban un toque de elegancia que antes no tenía. Ella era sensual y bonita; le gustaba. Santiago podía recordar con precisión la suavidad de su piel nívea, la textura de sus curvas y lo apetecible de su boca, tragó saliva ante esos pensamientos. No podía seguir jugando con fuego, o terminaría quemándose. No la amaba… no podía amar a un monstruo tan desalmado como para ser incapaz de querer a su propia hija. Entonces debía cortar el mal, de raíz.
Un auto lo seguía muy de cerca.
Estacionó el vehículo del otro lado de la calle y caminó en silencio hasta la puerta de la casa. Apenas entró, sintió un par de brazos enredándose en su dorso, las manos largas y suaves le permitieron reconocerla al instante; pero eso ya lo esperaba.
—Shopía, ¿dónde está Justine? —inquirió al no ubicar a la niña.