Santiago recorrió con besos y caricias a la que un día fue el amor de su vida, mientras ella se estremecía de placer. Ambos comenzaban a perderse entre años de lascivia reprimida, recuerdos obsoletos y osadas realidades. Ella se entregaba de nuevo al amor, mientras él no pensaba, solo se dejaba llevar por ese deseo que lo embriagaba y aquellos pensamientos enfermos que comenzaban a rondar en su mente.
La hizo suya. Volvió a sentir la fogosidad de su amor, el calor de su cuerpo, la dulzura de su boca y el sabor de su lengua; pero esta vez, no era cómo recordaba. No sintió las mariposas, las chispas flotando en el aire, el corazón no parecía salirse del pecho, solo tenía que comprobar que no había nada y lo hizo. Era el final.
—¡Oh! Santiago —vociferó la mujer al separarse de su ardiente cuerpo cuando ambos habían llegado al orgasmo—. No sabes cuánto te eché de menos, siento que puedo tocar el cielo en tus brazos—. Santiago mantenía un semblante serio, apagado, con la mirada fija en el techo—. Aunque no lo creas, yo te amo y puedo demostrarte que eres el único al que siempre he amado, puedo…
Sophía intentó acurrucarse un momento en el pecho de él. Estaba extasiada y más que satisfecha por haber logrado tenerlo de nuevo a sus pies, al menos eso creía. Pero Santiago se alejó de ella con brusquedad, quitando sus brazos de su pecho con desprecio y liberándose de sus garras. Se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
—¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde que no me acuesto con una mujer?
Sophía pensó que él le iba a soltar un discurso romántico donde le diría que esperó todos esos años con paciencia para volver a tenerla a ella. Estaba segura de que él la amaba, que nunca había dejado de amarla pese a todo, porque ella, sin importarle nada, lo amaba a él.
—Tal vez, ¿tres años?
—¡¿Qué?! ¿Crees que eres la única mujer con la que he dormido? —Su expresión se volvió dura, incomprensible, su barbilla se puso tensa—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo sin coger? —volvió a preguntar. Ella apenas parecía reaccionar con los ojos tan abiertos que parecían salirse de sus órbitas—. Tan solo unas horas…
Una carcajada satírica invadió la habitación. Los ojos de Sophía se llenaron de pequeñas gotas traslucidas, que parecían desbordar un manantial. Si algo había aprendido de los hombres, era saber cuándo iban a decir algo cortante e hiriente. Nunca le había importado hasta entonces. Sin embargo, él era Santiago, pensaba que no sería capaz de humillarla como todos esos hombres de la calle, eso era lo que lo hacía único.
—¿Recuerdas a la pelirroja de mi oficina?
—¡Santiago! —masculló—. Creí que empezaríamos de nuevo…
—Fue en mi oficina, tras esas ventanas opacas que solo permiten contemplar las siluetas de los cuerpos —mintió—. Llegamos muy temprano esta mañana, y ahí mismo, sobre el escritorio, le hice el amor. Sí, el amor, pues hoy mismo comprendí que amo su sonrisa, amo sus ojos y hasta las dulces pecas de sus mejillas…
El rostro de ella comenzó a enrojecerse por la furia y la humillación. Se cubrió con las sábanas mientras buscaba a tientas su ropa, como si de repente, sintiera algo de sofoco por estar desnuda delante de él. Se colocó la ropa interior, y sus lágrimas comenzaron a caer hasta el suelo.
—¿Qué se siente, Sophía? —preguntó él al jalarla del cabello con un movimiento descortés—. ¿Qué se siente tener sexo con el hombre que tanto te amó?
—Pensé que nos amábamos después de…
—Al menos yo tenía curiosidad Sophi. ¿Qué se siente acostarse con alguien al que no amas? —continuó diciéndole a su oído— Me imagino que es lo que te gusta ¿cierto? Acostarte con mil hombres sin sentir nada por ellos.
—Santiago…
—¿Sabes qué es lo que yo sentí? —cuestionó al soltarla con desprecio. Ella cayó de rodillas—. ¡Nada!
—¿Por qué me haces esto? Tenemos una hija, tenemos una familia…
—No sentí nada —interrumpió sin la mínima intención de escuchar sus mentiras—. Ni siquiera cosquillas. Creo que no deberías cobrar por este pésimo servicio… sin embargo —se detuvo para sacar de su cartera una fajilla de billetes que esparció por su cara, mientras ella terminaba de colocarse el vestido—, debes aceptar este dinero, aunque sea por lástima.