Desde que desperté aquel día, sabía que no podía seguir sirviendo aquellas insulsas magdalenas, y menos siendo el primer día. Quedaba más menos de una hora para la hora del desayuno así que me puse manos a la obra, decorando cada pastelito y pensando en aquellas personas que iban a venir. Les puse unos ojos de crema y chocolate, por los alumnos nuevos y antiguos que iban a pisar esos pasillos, con la cabeza llena de sueños y con ganas de aprender. Una monda de mandarina para la boca, por los profesores, que cada día se esfuerzan por enseñar y ayudar a que esos sueños sean cumplidos.
Sonreí al ver el resultado y los puse en el expositor mientras los primeros clientes empezaban a llegar, curiosos ante los nuevos postres de aquel día.
Está claro a nadie le amarga un pastelito divertido, aunque sea lunes.