La colina les daba vista a un impresionante atardecer rosado, el río Éufrates corría silenciosamente a sus pies. Una espada corta descansaba encajada en el césped a lado de una más grande. Ambas armas escurrían sangre y cargaban con un aura de calma extraña. Pero en ese momento no se sentía la fuerza que el aura desprendía, en ese momento solo había paz.
—Tu victoria ha sido escuchada en los demás reinos, padre.
David se giró y le dijo.
—No solo ha sido mi victoria hijo mío, ha sido tuya también.
Salomón se rio, con aquella risa que agradaba a todos.
—Ha sido la victoria de Jerusalén.
El sol iba cayendo poco a poco entre los montes de Kith. Las nubes aún daban luz a la tierra.
—¿Qué pasaría si un día perdiéramos la batalla padre? —preguntó el hijo.
—Nada, es seguro que volveríamos y esta vez sí ganaríamos la pelea.
—¿Y si mueres?
David pensó su respuesta detenidamente, mientras el sol desaparecía en las montañas.
—Entonces sería una derrota para Jerusalén y habría caos por todo el reino.
Salomón agachó la cabeza.
—No quiero que mueras nunca, porque entonces yo me quedaría solo.
David lo abrazó.
—Eso no pasará, el Señor está conmigo, ningún hombre puede hacerle frente a tu padre.
Y Salomón se quedó en el regazo de David y sintió un calor que sabía, que sentiría por siempre.
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Editado: 05.05.2020