Manuel terminó la ronda de la mañana sin novedad alguna, como siempre. El bosque era tranquilo y los incidentes no eran frecuentes.
Volvía a la cabaña sin haber avistado nada interesante. Los hombres puma seguían reacios a dejarse ver. Sin embargo, tras la inesperada visita nocturna que había recibido, Manuel había renovado las esperanzas de volverles a ver.
Se acercaba a la cabaña, concentrado en sus pensamientos, cuando vio que la puerta estaba completamente abierta mostrando la oscuridad del interior en contraste con el sol cegador.
El corazón de Manuel se aceleró. Se limpió el sudor de la frente y comenzó a caminar cada vez más despacio.
No debía hacerse ilusiones pero era imposible no pensar en ello.
Él siempre dejaba la puerta abierta. Cualquier animal podía haberla empujado. Pero no, ¿qué animal iba a ser capaz de girar un pomo?
Tenía que ser uno de ellos. El niño. El niño que ahora tenía que ser un muchacho. Seguramente había vuelto por más dibujos o por cualquier otra cosa que hubiera llamado su atención.
Manuel llegó a la puerta de la cabaña y se detuvo con cautela.
— ¡Hola! —gritó, porque no quería entrar y tomarle por sorpresa. Prefería anunciar su llegada, darle tiempo a reaccionar—. No debes temer nada —dijo al notar que alguien se acercaba. Contuvo la respiración, su corazón estaba a punto de salírsele por la boca y entonces una figura se plantó frente a él.
— ¡Tocho! —El nerviosismo dio paso a la decepción y ésta a la sorpresa. ¿Qué estaba haciendo el Tocho allí?
— ¿Cómo estás? —dijo éste sin inmutarse.
Le tendió una mano y Manuel se la estrechó dudando aún de que todo aquello estuviera pasando.
— Perdona que entrara, la puerta estaba abierta y como no contestabas pensé que podía haberte pasado algo.
Manuel negó con la cabeza quitando importancia a ese asunto. Seguían parados a la puerta de la cabaña. El Tocho estaba en el interior y Manuel en el exterior.
—Pasa —le dijo al Tocho y le pareció ridículo, porque era él el que estaba dentro. El Tocho no dijo nada, se dio la vuelta y caminó hacia la cocina. Manuel le siguió. Allí le hizo un gesto al Tocho para que se sentara y le tendió una cerveza de la nevera. Él abrió otra y los dos bebieron un trago. Aquel hombre seguía igual, con aquella inexpresión en el rostro y aquella calma en el cuerpo.
—Román ha muerto —espetó entonces—. Le dio un infarto hace dos semanas.
Manuel tardó un momento en reaccionar. Recordó que Román era tío del Tocho.
—Vaya, lo siento mucho —murmuró.
—Ya, bueno, el viejo dejó algo para ti —rezongó el Tocho.
Manuel le miró sorprendido. El Tocho revolvió en uno de los bolsillos del pantalón y sacó algo envuelto en una servilleta de papel. Se lo tendió a Manuel y éste lo cogió y desdobló la servilleta para encontrar dentro un colgante de madera con la huella de un puma tallada.
De repente, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y se acercó a la ventana y fingió mirar al exterior para que el Tocho no pudiera verle. Le conmovía el gesto de Román, el colgante de aquel ser que les había mantenido unidos durante más de once años. En su cabeza aparecía una y otra vez la imagen del Tocho revolviendo en su bolsillo y tendiéndole la servilleta. Aquello, cuyo valor sólo él podía comprender, había llegado envuelto en una simple servilleta de papel.
—¿Cómo no me avisaste antes? Hubiera ido al entierro.
El Tocho se encogió de hombros.
—Lo incineramos, no te hubiera merecido la pena —luego señaló el colgante que Manuel sostenía entre sus manos—. Tampoco yo iba a venir hasta aquí sólo para darte eso —comentó—. Pero, maldita sea, no consigo dormir por las noches y no sé por qué pensé que si te lo traía tal vez pudiera volver a descansar tranquilo.