Segunda Parte.
- ¿A dónde se supone que se dirige? - cuestionó Bernard.
El hombre observaba sentado desde su silla, por la ventana del comedor, el cómo su hija corría a campo traviesa, bajo la lluvia recia de aquella tarde de Abril. Y Adele, indiferente siguió con sus deberes normales, sin cuidado alguno o preocupación aparente.
- ¿Qué le has hecho? - volvió a preguntar.
Pero en esta ocasión directamente a la mujer sentada frente a él, a su esposa. Ella le observó mientras embarraba mantequilla en su pan.
- ¿Qué podría hacerle yo? - le cuestionó.
El hombre se recostó en la silla inconforme ante las palabras de la mujer. Supuso que su esposa negaría de cualquier acusación, pero claro estaba que ella era la única responsable de la actitud de su hija.
- No te lo preguntaría de no ser necesario. - advirtió.
La mujer rechistó inconforme y molesta.
- Lo qué es, es una caprichosa. Eso es. - sentenció.
- Merida, podrá ser todo sí tú quieres. Pero caprichosa, de eso nada. - atajó el hombre vehemente.
- Es tú culpa, qué sea así. Siempre tan indulgente y ve lo que provocas. Se cree y se toma libertades que no le corresponden.- reprochó.
- ¿Y entre ellas cuál es la que te aqueja? -
Bernard Alan Lumberth, era un hombre serio, pero bastante dócil y subyugado a las demandas de su esposa, Adele. Era un hombre regido por la disciplina y muy trabajador, de granja. La familia Lumberth llevaba viviendo tres generaciones de las cosechas y el ganado en aquella ciudad alejada de la gran Londres.
Llevaban una vida cómoda, ni en la pobreza, ni en la opulencia. Eran personas humildes de clase media baja, se conocía a las personas que se conocían, con eso le bastaba y le sobraba al hombre, pero a diferencia de él, su esposa Adele, no lo consideraba así, ella no quería una vida cómoda y lejana de vivencias dignas que ella creía sus hijas merecían. No quería que sus hijas se conformaran a un simple terreno modesto, con unas cuantas vacas y carruajes gastados, vestidos simples. A una vida citadina y poco agraciada, la sola idea le pugnaba.
Por eso ella creía que su deber era velar por los intereses de sus hijas, por su futuro. Ella no estaba dispuesta a que se conformarán como ella lo hizo. Ellas podía aspirar a más y eso ella lo sabía.
Aunque eso le costara la ingratitud y el olvido de sus hijas, cómo un ejemplo de ello, su hija mayor, Elizé, quien contrajo matrimonio con un general de alto rango en la división del escuadrón del ejército. Eso le había costado sangre, sudor y lágrimas, la muy ingrata lo recibió todo en bandeja de plata, para luego darle la espalda.
Eso y el hecho a qué alguien manchara el apellido, Lumberth. Por el momento era lo más alto a lo que un Lumberth, pudo haber aspirado; convertirse en la esposa de un general. Y vaya regocijo el que le causó a la mujer el día de la boda, aunque ni siquiera pudo presenciarla, debido a no ser invitada por la propia novia.
Pero aun así, ella lo dejó pasar. Y ahora sólo le quedaba encargarse de sus últimas dos hijas, Victoria y Merida. Sus dos grandes esperanzas.
- Mujer, no las presiones, te lo he dicho. - le recordó el hombre.
La mujer suspiró profundamente mientras desviaba su mirada azulada.
- Presión. Presión es lo que les hace falta. No te das cuenta ¿cierto? Yo sólo busco lo mejor para su bienestar. - aseguró calmada.
- ¿Qué clase de bienestar? - inquirió.
- ¿Pues cuál más podrá ser? El económico y social, por supuesto. - evidenció incrédula.
Él hombre negó en desacuerdo. El sonido de unos pasos aproximándose hicieron posar la atención de ambos en la joven que agitada se acercaba a ellos.
- Padre, madre ¿Alguno a visto a Merida? - preguntó exaltada.
Adele, al escuchar el nombre perdió rápidamente interés. Bernard, sin embargo, le sonrió con la dulzura tan usual que le dedicaba siempre a sus hijas.
- Ha salido, de seguro está en el granero. - informó.
La joven Victoria, frunció el cejo al escuchar aquello.
- ¿Ha salido? ¿Con esta lluvia?- sé cuestionó.
- Ve por ella. - pidió el hombre.
- Ni se te ocurra. Cogerías un resfriado. - sentenció con frialdad la mujer.
Ambos le contemplaron perplejos a excepción de Victoria, quién ya no le resultaba sorpresivo los arrebatos de su madre, quién siempre se mostraba fría y tosca con ellas. Sin decir más se dio la vuelta y desapareció de la cocina siendo acompañado a los pocos segundos el azote de la puerta principal, provocando la molestia de la matriarca al notar cómo está le desobedeció con todo el descaro del mundo.