El secretario de los enamorados

La Casería

Cada que paso por la avenida, cerca de aquel mercado de pulgas, yendo en autobús, suelo escuchar tu voz susurrándome: “vamos de casería”. Una frase sin sentido que nos daba las respuestas a todas nuestras dudas.

Ese ir de casería contigo era ir en la búsqueda de los libros perdidos en alguna remesa, debajo de baratijas, en medio de cajas cubiertas de polvo. Una empresa que nos dejaba las manos sucias y las sonrisas satisfechas.

Siempre admire tu paciencia para examinar cada lugar, para mover cada pieza, hallando el escondrijo donde permanecían, como si fuese el mausoleo de algún emperador con una maldición que se liberaría ante nuestros ojos una vez leídos. Tú tan encantadora te levantabas y me mirabas como si hubieses conseguido el premio mayor y llevándolo a tu pecho para evitar que lo arrebatase de tus manos. Una acción tan humorística, digna de los libros de Jardiel Poncela, de dos amantes tan ocurrentes que “¿no temes que te arranque un brazo?”, nos decíamos cuando acechábamos esa zona de león que nos creábamos antes de hallar el siguiente.

Pero… ahora solo es tu recuerdo el que me ve en el reflejo de la ventana y el que se confunde con el rostro de alguien más.

El mismo que se iluminó cuando tocaste una edición de Eragón de Christopher Paolini en pasta dura, en perfectas condiciones y en el que viste, cuando abriste su portada, un mapa de la tierra fantástica de ese autor. Toda tu felicidad se concentró ahí, y dudo mucho que alguna más comparé eso que yo sentí al verte así.

O la vez que encontramos un libro de García Márquez con un sello de la embajada de México que estaba en Corea.

Eso… eso valía más que cualquier otra cosa, y no hablo de libros, si no de ti, de tus ojos que se cubrían con unas gafas cuadradas y tus labios finos que se desplegaban como las nubes al medio día.

Sin embargo, lo remplazamos, lo dejamos como una historia más cubriéndose de polvo, ajándose en el silencio en nuestros libreros y perdiéndose en el vaivén del ir y venir cuando tomamos uno, lo terminamos, lo remplazamos y otro, siguiendo el mismo proceso al momento de leer y no acordarnos “¿de qué?”, pensaras y yo me preguntare “¿de quién?”. En un juego a sufrir amnesia cuando nos convenga sabiendo que solo fingimos desinterés.

Mírate ahora, quisieras detenerte, no terminar de saber que más digo, encontrar un error en mi lógica y burlarte, aguantando el nudo en la garganta, de lo patético que soy.

“—¡Maldición contigo!”

Dirás antes de colgar el teléfono y me dedicaras un estado más en Facebook, quitaras la foto de WhatsApp y, si no te convences de no devolver la llamada, lo pondrás en modo avión.

Te encerraras en el universo que te crean tus auriculares y pretenderás leer, pero hasta en eso fracasaras, el playlist te traicionara y te llevara a la trinchera minada que canta Charles Ans:

“No hay nadie que como tú me comprenda,

hoy decidí a escribir sobre mi mitad perfecta,

contarle al mundo de una relación confusa.

Describirte con palabras, ya que eres mi musa.

Eres el libro al que le arranco las hojas,

la portada incompleta

o las hojas que mojas.

Algunas de tus paginas están vacías.

Perdón si soy sincero y no escribo fantasías.

Prefiero hablar de un tema que sólo tú comprendas,

palabras trabalenguas que sólo tú me entiendas.

Me faltan títulos cuando paso tu índice.

Preferiste al sapo en lugar del príncipe

Creo que por eso intentas besarme siempre

No voy a cambiar igual de enero hasta diciembre.”

 

Y allí entonces invitaras a tu dolor a tomar un café, un té o simple agua, preguntándole por mí antes de ceder al vino que guardas en la alacena de la cocina e imaginar que te quedas en mis brazos escuchando de mi voz los poemas de Sabines:

“He aquí que tú estás sola y que estoy solo.

Haces tus cosas diariamente y piensas

y yo pienso y recuerdo y estoy solo.

A la misma hora nos recordamos algo

y nos sufrimos. Como una droga mía y tuya

somos, y una locura celular nos recorre

y una sangre rebelde y sin cansancio.

Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,




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