" El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto, sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar, que para que se siga su rumbo "
Franz Kafka
El miedo suele ser en ocasiones un aliado tribulador de ventajosas y no menos alertantes señales de huida.
«Un inverosímil espejismo antropomorfo —dirían algunos— capaz de subyugar la torpe idiotez e incredulidad con que nuestros padres, en sus inicios, y en los inicios de los eternos milenios cósmicos, transigían al brillo primero de las orlas lunares, complaciendo nuestros ruegos con la fetiche intención imaginativa depositada en una sencilla lámpara de luz semi rutilante, dispuesta a un costado de nuestro ya intranquilo descanso pueril, la que podría alejar bajo un acto divinizado nuestras espeluznantes visiones. Lo cierto, es que nunca nuestras luces parvularias fueron suficientes para aquellos ruegos; clamores que ya se oyeron desde tiempos remotos cuando el hombre aún, torpe y desnudo, no aprendía a racionalizar la estela invisible que sustentaban las columnas del bien y el mal.
Un ejemplo irrefutable de estas intrínsecas manifestaciones primigenias, fue lo acontecido a mediados de junio de 1948, en el alicaído valle escondido de "Capinshor", a 37 kilómetros zigzagueantes de las costas de la región del Maule -en Chile- cuyos extraños y perpetuos follajes de monstruosa magnificencia esclerófila y ancestral, albergaban a poco más de un centenar de residentes sin nombre e innombrables; olvidados quizás en prohibidas cartas geográficas o en manuscritos expedicionarios españoles del 1800, donde probablemente rememoraban y advertían de su singular existencia sobre la tierra.
Fue por entonces, durante los aluviales confines invernales del sur regional, que la aventurera casualidad de mi profesión como ingeniero geólogo botánico, pecó de imprudente y sagaz bajo la suela de mis inadaptados zapatos, rebelándose ipso facto ante mis ojos para portento y desdicha mía.
En una juiciosa intervención de los hechos inexorables a los que me vi expuesto, pude constatar traslúcidamente, esa extraña, pero no menos escalofriante fibra de renunciación a estos miedos prístinos en sus pobladores.
Aun cuando no surtieran efecto en aquellos cadavéricos animales domésticos y salvajes, había un sesgo espeso y purulento en el aire que denunciaba y presagiaba la prolifera acción del temor primigenio.
Regresivas e indelebles visiones, me situaron esa tarde de junio junto a las costas azules de Boyeruca, VII región. La lluvia se estremecía y los vientos resoplaban su horda fluvial sobre los vidrios de mi carro como bestiales rasguños incesantes y vertiginosos.
No muy lejos de allí, pequeños botes amarrados a una caleta de pescadores irrefrenaban su sarcástico vaivén en las bioluminiscentes olas marinas, en tanto que el desafiante paisaje oceánico y vetusto, ambicionaba con devorar cada vez más una porción mayor de las, hasta ese minuto, intransitadas arenas.
» ¿Cómo podía vislumbrar que aquellas insondables evocaciones submarinas me llevarían tan lejos sobre sus turbulentos cánticos de locura?
» Un insospechado destino—pensé—para quien aventuraba sólo rutas placenteras y en cierto modo conocidas.
Ante tal tempestuoso escenario, decidí guarecerme sin lujo de mayores opciones, en el interior del vehículo, rodeado de ecos y fugaces luces fantasmales que furtivamente asomaban parpadeantes desde el nebuloso horizonte oceánico.
» Habría que esperar un atisbo prudente y certero—me dije— capaz de conducirme más allá de las empinadas y espesas colinas que me bordeaban.
Finalmente las horas pasaron, y con ella el sueño inquebrantable de una lluvia copiosa que había menguado los espasmódicos diástoles satíricos del mar, dejando entrever, entre otras singulares cosas, una sublime estela blanquecina de bruma que coronaba el horizonte y los altos bosques cetrinos del Este.
«Si tan solo mis ideas arrogantes se hubiesen detenido hasta allí»
No conforme con el renovado paisaje resplandeciente y traslúcido, opté por desviar inconéxamente mi ruta trazada hasta una huella de camino musgoso que no figuraba en los mapas ni transcritos que me acompañaban.
» ¡Oh, Santo Dios, pero que sabe la curiosidad de estructuradas y conocidas aventuras ajenas! ¡El misterio se abría ante mis ojos con voraz anonimato!, y lo desconocido, ciertamente, obligaba a trazar nuevas y empíricas aventuras.
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Editado: 26.10.2020