Parte uno: La visita en palacio real
Sorpresa es una sensación inesperada ante un hecho inesperado.
Era asombroso estar en aquel enorme palacio. El rey caminaba junto al virrey y la virreina y su ama de llaves los seguían.
Arribaron a la sala principal, la que estaba al pie de las escaleras que conducían a la segunda planta. Había mucha luz y el espacio estaba adornado con muchas flores. Cerca de las sillas había mesitas donde colocar el té y sillones grandes y elegantes.
―Querida Adolfa, toma asiento, por favor ―invitó el rey con amabilidad.
―Querido Albert, estoy esperando a que mi Leopoldis venga a darme la mano para sentarme ―comentó Adolfina con su habitual voz chillona.
Luego levantó una mano y dejo caer la muñeca.
Leopoldo la miró de reojo, frunciendo el ceño, luego miró a Albert y sonrió.
―¡Oh! Queridita ―dijo fingiendo sorpresa―, había olvidado la costumbre. Ya voy ―avanzó hacia su esposa danzando como bailarina de ballet, haciendo el ridículo; llegó con su esposa y cuando le dio la mano ella se sentó. Leopoldo regresó a su lugar haciendo el mismo baile.
―Pero Leopoldis ―dijo la voz chillante de Adolfina―, ¿no le vas a dar la mano también a mi ama de llaves? ―preguntó mirando con descontento al virrey, el cual estaba fastidiado.
Sin ningún ánimo, el hombre se dirigió a Clara danzando y le cedió la mano para que se sentara junto a Adolfina. Ambas quedaron mirando hacia la inmensa entrada del comedor. El rey y el virrey se sentaron frente a ellas.
Un silencio momentáneo permitió que una mosca se escuchara volar, luego dejó de escucharse, pues algo se la había comido; todos los presentes pudieron notarlo y siguieron callados.
El rey estaba sentado en un sillón solo, el virrey a un lado de él en un sillón para dos personas. Las otras dos estaban en un sillón donde podían sentarse hasta tres. Fue el rey quien interrumpió el silencio.
―Pues en vista de lo sucedido ―trató de verse animado―, supongo que la visita de los jóvenes deberá suspenderse ―miró a Leopoldo y luego a Adolfina.
―Querido Albert ―habló Leopoldo calmado―, no te preocupes, ya habrá una nueva oportunidad para que los muchachos se conozcan ―opinó con una sonrisa de oreja a oreja.
―Así es, mi querido Leo ―habló Adolfina―, pronto los muchachos se conocerán, de eso no hay duda. El amor no se puede detener.
―Claro que se conocerán, mi hija Gisselle estaba ansiosa por conocer al príncipe Carlo ―mintió el rey―. Tan emocionada está en conocerlo que me ha pedido que la boda sea en una semana más, ¿qué les parece? ―dijo gustoso Albert.
Leopoldo y Adolfina se vieron entre sí, fascinados, no esperaban que fuera tan rápido y les parecía estupendo. Clara solo escuchaba y sonreía al mismo tiempo. Quería mostrarse simpática. Por su mente pasaban algunos pensamientos mientras observaba al rey hablar.
“Así que tú eres Albert Madrid”, decía en su mente, mirando al rey de pies a cabeza con sutileza.
―¡Clara! ―gritó Adolfina impaciente.
La joven reaccionó de inmediato y dirigió su mirada a su patrona. Sonrió.
―¿Qué sucede? ―preguntó nerviosa, no sabía qué le habían preguntado.
Todos la miraron con atención.
―Le pregunté si era usted originaria de Valle Real―intervino el rey sonriendo.
―… Sí… y… n-o ―farfulló la interpelada.
―Sí y no, ¿cómo es eso? ―preguntó amable Albert.
Clara se dio cuenta de que todos la veían y comenzó a ponerse nerviosa. Un color se le iba y otro venía.
―… E-s que… yo… ―tragó saliva.
Clara no quería revelar su identidad.
―Majestad ―se escuchó la voz seductora de Paulette y todos voltearon a verla.
Usaba un vestido blanco, elegante y con un escote muy llamativo; su peinado también llamaba la atención, era un arreglo alto y con estilo. Estaba en la entrada del comedor con una charola en sus manos―. El té está listo ―dijo con voz de niña buena.
Los ojos de Paulette brillaban a pesar de ser negros y atrajo la atención de todos, por lo cual abandonaron la plática con Clara y se dirigieron a Paulette. El rey habló:
―Por favor, acérquese Paulette, traiga el té y aprovecho para presentarle al virrey a la virreina.
La joven caminó coquetamente con la charola en manos. Había cinco tazas de té sobre ella. Clara no perdió de vista a Paulette. Adolfina tampoco y mucho menos Leopoldo, quien estaba embobado por lo atractiva que la chica se veía.
“Que rica mamita”, pensó Leopoldo.
Paulette se sentía una reina de la pasarela. Tranquilamente colocó la charola en la mesa del centro y se puso de pie a un lado del rey. Le sonreía a los demás.
―Queridos amigos ―intervino Albert―, les presento a Paulette, mi ama de llaves ―dijo orgullosamente.
―Es un placer ―se adelantó a decir Leopoldo bajando su sombrero negro y agachando la cabeza.
Adolfina no estuvo muy contenta, ya que se dio cuenta de las miradas de Leopoldo hacia la joven de blanco.
#39243 en Novela romántica
#6462 en Chick lit
romance y misterio, secretos y aventura, gemelas princesa y plebeya
Editado: 13.06.2020